Durante el Segundo Imperio de Napoleón III (1852-1870), París era una ciudad de grandes contrastes y contradicciones. Por un lado, la capital francesa encabezaba una economía en rápido crecimiento; aunque la industria seguía dominada por los pequeños talleres artesanales que producían artículos de alta calidad como guantes y otros productos de lujo que se convirtieron en símbolo de la manufactura francesa, las instituciones financieras imperiales impulsaron la transformación de la producción industrial en París y sus alrededores, aportando una prosperidad sin precedentes a la gente adinerada, que asistía a fastuosos eventos imperiales y representaciones teatrales atravesando la ciudad y el Bois-de-Boulogne en lujosos carruajes mientras la gente común se dirigía a su trabajo. Poderosas locomotoras de vapor transportaban en vistosos trenes a los pasajeros ricos de la pujante capital a Deauville y otros pueblos cada vez más elegantes de la costa normanda.
Un número cada vez mayor de parisinos se veían marginados y no se beneficiaban en absoluto del régimen de Napoleón III. La población de París casi se duplicó durante las décadas de 1850 y 1860, pasando de un poco más de 1 millón en 1851 a casi 2 millones de personas en 1870. Cada año durante el Segundo Imperio decenas de miles de inmigrantes llegaban a la capital desde la cuenca parisina, el norte, Picardía, Normandía, Champaña y Lorena, entre otras regiones, en su mayoría obreros varones, más pobres aún que los parisinos que ya vivían allí, atraídos por la posibilidad del trabajo en la construcción. Esos nuevos residentes, muchos de los cuales huían de situaciones económicas precarias en el mundo rural, representaban prácticamente la totalidad de ese rápido crecimiento urbano. Muchos estaban subempleados, si no en paro, y se acumulaban en casas de huéspedes en las estrechas calles grises de los distritos centrales o en chabolas en los suburbios industriales emergentes. Los distritos centrales alcanzaron una sorprendente densidad de 15.000 personas por kilómetro cuadrado en Le Marais, en el Distrito IV, más del triple de la actual. Decenas de miles de aquellos inmigrantes eran indigentes que dependían, al menos en cierta medida, de la caridad. Algunos simplemente dormían donde podían. En 1870, casi medio millón de parisinos –una cuarta parte de la población– se podían considerar indigentes.
A medida que el deterioro del casco antiguo medieval de París se hizo más pronunciado, las elites parecían cada vez más preocupadas por «la crisis urbana». En la Île-de-la-Cité la mayoría de los artesanos se habían ido, dejando a cerca de 15.000 hombres, la mayoría de ellos jornaleros, hacinados en casas de huéspedes de la isla.
Para acomodar el crecimiento exponencial de la población de París y limitar el deterioro del centro de la ciudad, en 1853 Napoleón III convocó a Georges Haussmann, prefecto del departamento del Sena, para planificar la reconstrucción de París.
El emperador y el prefecto del Sena tenían tres objetivos. El primero era ventilar e iluminar una ciudad devastada por el cólera en 1832 y 1849 (y de nuevo en 1853-1854, después de que los grandes proyectos de Haussmann hubieran comenzado), al tiempo que se construían más alcantarillas para mejorar el saneamiento de la ciudad. En segundo lugar, querían liberar el flujo de capitales y mercancías. Los primeros grandes almacenes franceses –Bon Marché, Bazar de l’Hôtel de Ville, Le Printemps, Le Louvre y La Samaritaine– iban a ocupar un lugar destacado en los amplios bulevares de Haussmann, junto con brillantes cervecerías y cafeterías, que se convirtieron en escaparate del moderno París, aunque las pequeñas tiendas seguían siendo esenciales para la economía urbana.
En tercer lugar, el emperador y su prefecto querían limitar las posibilidades de la insurgencia en los barrios revolucionarios tradicionales. Los propios bulevares se convirtieron en un obstáculo para la construcción de barricadas en virtud de su anchura. En ocho ocasiones desde 1827 los parisinos descontentos habían construido barricadas en la ciudad, más recientemente durante la Revolución de Febrero y luego durante las Jornadas de Junio de 1848, cuando los trabajadores se levantaron para protestar contra el cierre de los Talleres Nacionales que habían proporcionado bastante empleo en un momento de crisis económica. Tras el golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte se levantaron de nuevo barricadas en las estrechas calles del centro y el este de París con madera, adoquines y casi cualquier otra cosa que se podía encontrar, con las que los manifestantes lograron bloquear el avance de las tropas profesionales del Estado. Napoleón III no tenía ninguna intención de permitir que esto volviera a suceder nunca.
El imperialismo de la línea recta
Los bulevares de Haussmann reflejan la decisión de los líderes del Segundo Imperio de imponer en París su versión del orden social. El prefecto del Sena no se anduvo con rodeos: «Poner orden en esta ciudad es una de las primeras condiciones para la seguridad en general». Algunos de los nuevos bulevares abrían en dos los barrios rebeldes de las Jornadas de Junio. El bulevar Prince Eugène proporcionaba a las tropas un acceso relativamente fácil en «el centro habitual [….] de los disturbios»
Los nuevos bulevares de París encarnaban, pues, el «imperialismo de la línea recta» destinado no sólo a sofocar levantamientos sino también a mostrar la modernidad y la fuerza del Imperio. Proporcionaban al poder avenidas por las que las tropas podrían desfilar en procesiones vistosas, como había sido el caso en los ejemplos anteriores de la planificación urbana clásica de Madrid con Felipe II, San Petersburgo con Pedro el Grande o Berlín con Federico el Grande.
La reconstrucción de París también supuso la destrucción de 100.000 apartamentos en 20.000 edificios. La «haussmannización» de París envió a muchos parisinos a la periferia urbana, ya que habían sido expulsados de apartamentos alquilados, sus hogares habían sido destruidos o los precios se habían disparado en una ciudad que ya era extremadamente cara.
En lugar de prevenir la lucha de clases, empero, la reconstrucción de París no hizo más que acentuar el contraste entre los distritos occidentales más prósperos y los barrios pobres del este y del nordeste, el llamado «París Popular».
Muchos obreros parisinos empezaron a sentirse alienados de la ciudad que amaban en medio de los cambios dramáticos y devastadores orquestados por Haussmann en interés de las clases altas. De hecho, ese sentimiento de no falta de pertenencia posiblemente contribuyó a un sentido emergente de la solidaridad entre las personas que vivían en los márgenes de la capital. Y, mientras que el oeste de París se iba transformando en una ciudad reluciente de amplios bulevares y apartamentos de lujo, el este y el norte de París y su periferia estaban siendo rehechos por la industrialización en curso.
Durante el Segundo Imperio, el sorprendente crecimiento de la población en los barrios obreros de París acentuó el miedo que las elites parisinas tenían a los trabajadores ordinarios que vivían en los márgenes geográficos y sociales de su ciudad.
Asociaciones de trabajadores
Las dificultades que afrontaban los trabajadores pobres contribuyeron a la creciente oposición al régimen imperial. Como los precios aumentaban muy por encima de los salarios y la brecha entre los ricos y los trabajadores aumentaba, estos últimos tuvieron que idear formas de combatir esas injusticias. Aunque los sindicatos seguían siendo ilegales (y lo serían hasta 1884), a finales de los años 1860 proliferó la creación (y tolerancia) de más asociaciones de trabajadores, que eran básicamente sindicatos. Esto se produjo en un momento en el que los patronos, en particular en las industrias de mayor escala, estaban llevando a cabo una guerra contra la autonomía a escala de taller de los trabajadores cualificados estableciendo autoritariamente normas y regulaciones, incrementando la mecanización y contratando a más trabajadores no cualificados. En 1869 había en París al menos 165 asociaciones de trabajadores con unos 160.000 miembros. Los restaurantes cooperativos ofrecían comidas a precios reducidos a más de 8.000 comensales. Las asociaciones de trabajadores comenzaron a organizar también cooperativas de productores (en las que los trabajadores de un sector eran dueños de herramientas y materias primas, sorteando así el sistema salarial existente). Los objetivos de esas asociaciones eran políticos e incluso revolucionarios, así como económicos. De hecho, muchos trabajadores creían que la organización de las asociaciones podría llegar a hacer superflua, en última instancia, la propia existencia de los Estados.
Derechos de la Mujer
Muchas mujeres parisinas se hicieron militantes exigiendo derechos y mejores condiciones de trabajo. Muchas de ellas trabajaban en casa –en áticos apenas iluminados– en el sistema de trabajo a domicilio que predominaba, por ejemplo, en el sector textil, una parte importante de la industria a gran escala en Francia. Las trabajadoras ganaban alrededor de la mitad que sus homólogos masculinos en talleres y fábricas. Sin embargo, los llamamientos en favor del sufragio femenino eran escasos y distantes entre sí; se mantenía el énfasis en las cuestiones económicas y en los problemas de las familias de la clase trabajadora y las mujeres solteras para sobrevivir. En un «Manifiesto» redactado en julio de 1868, 19 mujeres exigían que se les reconocieran «los derechos que les corresponden como seres humanos». Un año más tarde un grupo de militantes organizaron la Sociedad para Defender los Derechos de la Mujer. Defendían el derecho al divorcio y publicaron un plan de «escuela primaria democrática para las niñas», con el objetivo de «conquistar la igualdad» y la «reforma moral».
La idea de tener algún día una «Comuna»
Pese a su nueva fachada liberal, el Segundo Imperio de Napoleón III seguía siendo un Estado policial, cuya atención se concentraba en las supuestas amenazas contra el régimen. La Prefectura de Policía guardaba información de hasta 170.000 parisinos. En dos décadas el número de policías había aumentado de 750 a más de 4.000, junto con un sinnúmero de espías y confidentes. La Policía municipal contaba con 2.900 miembros y estaba respaldada por unidades acuarteladas del Ejército.
Aun así, había una vibrante cultura de resistencia a Napoleón III. Cualquiera que entrara en los cafés más populares del Barrio Latino se encontraría allí con una variedad de militantes republicanos y socialistas decididos a provocar un cambio de régimen, y que soñaban con crear un gobierno comprometido con la justicia social y política.
La mayoría de los parisinos no se sentían libres. A diferencia de las demás 36.000 ciudades, poblaciones y aldeas de Francia, París no tenía derecho a elegir a un alcalde, puesto que había sido abolido en 1794 y de nuevo en julio de 1848. Ahora los parisinos no podían ni siquiera elegir consejos municipales para los 20 arrondissements [distritos] de la ciudad, que eran nombrados por el emperador. Cada uno de ellos tenía un alcalde y un vicealcalde, también nombrados por el gobierno. Todo esto generó un gran deseo de autodeterminación. En 1869-1870 las demandas de autonomía municipal se fusionaron con el republicanismo. En las salas de baile y almacenes en las afueras de París, la idea de tener algún día una «Comuna», con la que París tendría derechos políticos y se alzaría como un faro de libertad, ganó fuerza.
El texto esta entrada es un fragmento del libro Masacre. Vida y muerte en la Comuna de París de 1871
- Libros:
- Masacre. Vida y muerte en la Comuna de París de 1871 – John Merriman – Siglo XXI Editores
- París, capital de la modernidad – David Harvey – Akal
- La Comuna de París – Karl Marx , Friedrich Engels, Vladimir Illich Lenin – Akal
- Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París – Kristin Ross – Akal
- El surgimiento del espacio social. Rimbaud y la Comuna de París – Kristin Ross – Akal
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