El 30 de marzo de 1492 cometía España uno de esos actos de locura autodestructiva que no suelen ser infrecuentes en las superpotencias: expulsar a los judíos. Durante siglos, la presencia de los judíos en Iberia había sido floreciente y próspera. No era accidental que esta presencia supusiera también un gran beneficio económico para sus anfitriones, los musulmanes primero y más tarde los cristianos. No es, desde luego, que la tierra que ellos llamaban Sepharad fuera una utopía para los hijos de Israel: los judíos se vieron hostigados, difamados, y, en ocasiones, atacados físicamente. Y la Iglesia Católica mostró un particular interés cuando los judíos fueron acusados de animar a los «conversos» –judíos que se habían convertido al cristianismo– a volver al judaísmo.
De la noche a la mañana, los judíos se encontraron ante la siguiente alternativa: o conversión o exilio. Y en el plazo de tres meses no quedó oficialmente en España ningún judío. La mayoría de los exiliados (unos 120.000) pasaron a Portugal. Otros se marcharon al norte de África, a Italia y a Turquía. Los que quedaron en España se convirtieron al cristianismo, como lo exigía la ley. Pero su vida como conversos no era más fácil que la que habían llevado como judíos.
Para aquellos que eligieron el exilio, Portugal resultó ser un puerto seguro de breve duración. El 5 de diciembre de 1496, el rey Manuel I de Portugal publicó a su vez un real decreto que desterraba a los judíos y a los musulmanes de su territorio. El motivo de este decreto era claramente facilitar su matrimonio con Isabel, la hija de los monarcas españoles,
Durante la segunda mitad del siglo XVI, y a medida que las Inquisiciones en Portugal y luego en España se tornaban más y más severas, se registró un marcado incremento de conversos que huían de la península Ibérica.
Países Bajos
Los conversos portugueses comenzaron a asentarse en los Países Bajos en una fecha tan temprana como 1512, cuando estas tierras estaban aún bajo el control de los Habsburgo. La mayoría de ellos se instaló en Amberes, un dinámico centro comercial que ofrecía a los cristianos nuevos muchas oportunidades económicas, y cuyos ciudadanos percibieron al instante las ventajas materiales que les reportaría la admisión en su ciudad de aquellos comerciantes con tan amplias conexiones.
El puerto de Amberes era el centro neurálgico de los negocios de las compañías portuguesas y españolas que comerciaban con las especias de las Indias orientales y el azúcar de Brasil. Los agentes locales de estas compañías eran casi exclusivamente cristianos nuevos portugueses que residían en Amberes. Desde esta ciudad, los productos coloniales eran distribuidos a Hamburgo, Ámsterdam, Londres, Emden y Ruan. Esta distribución funcionó con relativa agilidad durante algún tiempo. Pero la salud económica de Amberes empezó a resquebrajarse a partir de la firma del Tratado de Utrecht con los rebeldes en 1579.
Las diversas estrategias militares adoptadas por las provincias del norte en las décadas de 1580 y 1590 habían ido socavando el control ejercido por Amberes (que, tras el breve periodo en que Flandes se sumó a la rebelión, de nuevo formaba parte de los Países Bajos sureños, leales aún a la Corona Española en la distribución del comercio en el norte de Europa, lo cual fomentó el rápido crecimiento económico de Ámsterdam. Pero la imposición en 1595 de un bloqueo marítimo a gran escala de los puertos del sur –que efectivamente impedía todo contacto de los puertos flamencos con los de Holanda y con la navegación neutral, y que no fue levantado hasta 1608– fue lo que forzó a los navieros de Lisboa a trasladar a sus agentes de Amberes a otros puntos de distribución en el norte.
Así pues, una buena parte de los portugueses asentados en Ámsterdam a finales del siglo XVI eran comerciantes neocristianos trasladados desde Amberes por razones económicas. Con independencia de sus creencias religiosas ancestrales (judías) o actuales (en apariencia católicas), estos inmigrantes eran usualmente bien recibidos en las ciudades holandesas, atentas siempre a sus propias ventajas materiales.
Sin embargo la relación entre judíos y holandeses durante el primer cuarto del siglo XVII fue un tanto difícil: cada una de las partes conocía el valor político y económico de la relación, pero ambas abrigaban un cierto recelo. Por un lado, no es de sorprender que la comunidad portuguesa necesitase un largo tiempo para desprenderse de la sensación de inseguridad que era natural esperar en un grupo de refugiados perseguidos, cuya protección dependía enteramente de la buena voluntad de sus anfitriones. Por otra parte, la ciudad de Ámsterdam se demoraba en conceder a los judíos el derecho de practicar abiertamente su religión y de vivir de acuerdo con sus propias leyes, aunque toleraba claramente la existencia de un culto «secreto» (es decir, discreto).
Es evidente que los judíos portugueses, reinstalados desde hacía poco en una sociedad dividida por disputas religiosas, tenían que experimentar por fuerza una cierta sensación de inseguridad. Temían –y no sin buenas razones– que la furia de los calvinistas se volviera contra ellos en cualquier momento y bajo cualquier pretexto, y que la protección que habían encontrado en Holanda fuera demasiado frágil. Esta inseguridad encontró expresión en diversas regulaciones internas emitidas por las autoridades de la comunidad judía: por ejemplo, la orden que amenazaba con castigar a todo el que tratara de convertir al judaísmo a algún cristiano. Mediante medidas como esta, los judíos esperaban tranquilizar a sus anfitriones garantizándolos que podían controlar a los suyos, y que no tenían la menor intención de interferir en los asuntos calvinistas.
Pese a las diversas restricciones legales impuestas sobre ellos, una vez que los miembros de la comunidad judeoportuguesa de Ámsterdam obtuvieron el derecho a vivir abiertamente y a practicar su religión de manera pública, los judíos gozaron de una amplia autonomía. Los sefardíes estaban autorizados a ordenar su vida según sus propias leyes; aunque, naturalmente, debían actuar con una cierta cautela.
La inmigración fue un asunto de gran importancia para la comunidad en la década de 1620. En 1609, la población sefardí de Ámsterdam constaba apenas de unos 200 individuos (de un total de población municipal de 70.000 personas); en 1630, había alcanzado el millar (mientras la población de la ciudad se elevaba hasta los 115.000 habitantes). El crecimiento tenía un carácter muy heterogéneo. La mayor parte de los inmigrantes seguían siendo descendientes de portugueses o españoles, los vástagos judíos de los marranos ibéricos. El lenguaje diario en las calles y en el hogar era el portugués, con el añadido de algunas palabras hebreas, españolas e incluso holandesas. (El español era considerado como la lengua de la literatura de calidad y el hebreo quedaba reservado para la liturgia. Puesto que casi todos los miembros adultos de la comunidad en torno a 1630 habían nacido y crecido en entornos cristianos y recibido su educación en escuelas cristianas, eran muy pocos los que conocían bien el hebreo.) Pero quien visitara la comunidad podía tener ocasión de oír también hablar francés, italiano, e incluso tal vez algo de ladino, pues eran muchos los judíos procedentes de Francia, de Italia, del norte de África[…].
Más difícil resultó asimilar a los judíos askenazíes que empezaban a llegar desde Alemania y Polonia en la segunda década del siglo XVII. La mayor parte de estos primeros inmigrantes orientales, que hablaban yiddish, provenía de guetos, y su número era pequeño. Pero cuando la Guerra de los Treinta Años les hizo la vida más difícil a los judíos en el territorio alemán, y las persecuciones antisemitas se volvieron más duras y frecuentes, la población askenazí de Ámsterdam aumentó de manera considerable. Para finales del siglo, los judíos alemanes, polacos y lituanos superaban a los sefardíes casi en proporción de dos a uno.
No es fácil determinar el grado de bienestar económico que alcanzaron los sefardíes de Ámsterdam. Algunas familias eran bastante ricas, aunque no tanto como las más acaudaladas de las holandesas. Por otra parte, la mayor parte de la riqueza judía estaba concentrada en manos de menos del 10 por 100 de las familias. A pesar de ello, la comunidad sefardí tomada en conjunto alcanzó, hacia el tercer cuarto del siglo, un promedio de riqueza mayor que el de la población de Ámsterdam en general. Puede afirmarse sin temor que, en la década de 1630, el nivel de la mayoría de las familias portuguesas era modestamente confortable.
La fuente principal de la prosperidad de la comunidad judeoportuguesa de Ámsterdam –y el ámbito de su indiscutible contribución al rápido crecimiento de la economía holandesa en la primera mitad del siglo XVII– fue el comercio. Entre los judíos había médicos, cirujanos, impresores, profesores y otros profesionales, cuya cantidad estaba en función de qué gremios excluyeran a los judíos y cuáles no. Pero los más numerosos eran, con mucho, los mercaderes y los agentes comerciales. En la década de 1630, los judíos controlaban una porción relativamente importante del comercio exterior holandés: se calcula incluso un 6 o un 8 por 100 del total de la República, y el 15 o el 20 por 100 de la ciudad de Ámsterdam. El comercio judío con España y Portugal y sus colonias era perfectamente equiparable al comercio de las compañías holandesas con las Indias Orientales y Occidentales.
Durante las tres primeras décadas del siglo, las rutas más importantes para los mercaderes judíos fueron las que unían Holanda con Portugal y sus colonias (especialmente Brasil). Su actividad se centraba en unos pocos productos selectos: desde el norte exportaban grano (sobre todo trigo y centeno) a Portugal, como también varios productos holandeses a las colonias de la República en el Nuevo Mundo; desde Portugal transportaban sal, aceite de oliva, almendras, higos y otros frutos, especias (como jengibre), madera, vino, lana y algo de tabaco. El mayor volumen de negocios durante aquellos años fue sin duda el proporcionado por el azúcar de Brasil, junto con otros productos coloniales portugueses (madera, especias, piedras preciosas y metales). Los sefardíes controlaban más de la mitad del comercio azucarero, con la consiguiente irritación de los directores de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales.
Mientras duró la Tregua de los Doce Años concertada entre las Provincias Unidas y España (entre 1609 y 1621), los productos coloniales fueron transportados a Lisboa, Oporto, Madeira y las Azores, y de allí a Ámsterdam y otras ciudades del norte. Con la reanudación de la guerra, que alejó a los barcos holandeses de los puertos españoles, los productos solían ser transportados directamente desde Brasil a Ámsterdam.
Los judíos de Ámsterdam se asociaban con compañeros portugueses –usualmente mercaderes cristianos nuevos– que tendían a invertir sus capitales en sus propias sociedades más que en las poderosas compañías holandesas.
Con el fin de la tregua en 1621, las fortunas de los judíos holandeses sufrieron un gran revés como consecuencia de la prohibición del comercio directo entre España o Portugal con Holanda, dictada por la Corona Española. Bajo aquellas circunstancias, muchos judíos decidieron emigrar a un territorio neutral (como Hamburgo o Gluckstadt) para poder continuar con sus negocios. No obstante, el comercio ibérico-sefardí holandés continuó existiendo gracias al contrabando. El uso de barcos neutrales les permitía burlar el embargo de buques holandeses, y sobre todo los contactos secretos con Portugal y España a través de su red de familiares o conversos, hicieron posible que los judíos residentes en Ámsterdam siguieran manteniendo sus negocios, aunque a una escala sustancialmente más reducida. Pero incluso en esta etapa fueron capaces de expandir su comercio con Marruecos (municiones y plata), con España (fruta, vino, plata y lana) y con ciudades italianas tales como Livorno y Venecia (seda y cristal).
El comercio de ultramar controlado por los sefardíes logró maravillas para la economía doméstica holandesa al estimular la industria de la construcción naval y las actividades relacionadas con el refinado del azúcar.
Una ordenanza emitida en Ámsterdam en 1632 estipulaba expresamente que «los judíos tenían garantizada la ciudadanía por razones de transacciones comerciales… pero no la licencia para convertirse en tenderos». Y, sin embargo, aún pudieron beneficiarse en su ciudad de las nuevas oportunidades que se les abrían como resultado del comercio colonial, puesto que estas oportunidades surgían en áreas aún no cubiertas por los gremios existentes ni estaban gestionadas por intereses bien enraizados: la talla y el pulido de los diamantes, la elaboración del tabaco o de los tejidos de seda, por mencionar sólo unas pocas. Los judíos holandeses consiguieron incluso intervenir en el refino del azúcar, aunque esta era una actividad de la que habían estado excluidos hasta el año 1655.
Según todas las apariencias, el barrio judío portugués en donde nació Spinoza era prácticamente indistinguible de cualquier otro de la ciudad de Ámsterdam. Los sonidos –las palabras habladas o cantadas– e incluso quizá los olores que salían de las cocinas eran ibéricos, sus habitantes eran de piel más oscura y con fisonomía mediterránea, pero el paisaje era evidentemente holandés. En menos de tres décadas, los sefardíes habían conseguido recrear en las riberas del Amstel lo que se habían visto forzados a dejar tras ellos 140 años antes en España y Portugal: una rica y cosmopolita cultura distintivamente judía. El hecho de que Ámsterdam llegara a ser celebrada más tarde como la «Jerusalén del Norte» no fue sino un proceso lógico.
El texto de esta entrada son extractos del libro Spinoza de Steven Nadler
- Artículos relacionados:
- La Torá
- La Biblia hebrea