La búsqueda obsesiva y fracasada de riquezas por parte de un minero bajo una extraña colina en Arizona desenterró un tesoro de otro tipo: signos de impactos meteoríticos en la Tierra. Desde una bola de fuego monstruosa en Siberia hasta misteriosas piedras brillantes en los muros de una iglesia medieval, los indicios de impactos meteoríticos han transformado nuestro concepto de la evolución y del cambio geológico.
- Cráter meteórico Barringer. Este cráter mide 1200 m de diámetro y 170 m de profundidad, y su borde se eleva 45 m por encima de la llanura circundante. En esta fotografía tomada al atardecer y con nieve, las dimensiones del cráter se aprecian en comparación con el edificio del centro de visitantes que hay en el borde de la pared posterior, al final de la carretera.
- La pared meridional del cráter Barringer vista desde el centro de visitantes. Barringer empezó a perforar en el centro del cráter, donde aún se ven los equipos de minería y la tierra removida pero, en realidad, el meteorito impactó con ángulo bajo la pared del fondo.
La Ruta 40 de Estados Unidos discurre hacia el este desde Flagstaff, Arizona, a través de la árida meseta de Colorado y pasa cerca de lo que, visto desde la distancia, parece una colina baja. Se trata de Coon Butte. Es toda una sorpresa subir a la cima de la loma y asomarte a un gran cráter circular.
En 1891, Grove Karl Gilbert, del Servicio Estatal de Geología estadounidense, cartografió. En 1895, Gilbert consideró la posibilidad de que el cráter fuera creado por un impacto meteorítico pero rechazó esa explicación por dos razones. En primer lugar, la cantidad de material eyectado que hay en las paredes del cráter y en la llanura circundante no superaba la del agujero del suelo. Al sobreestimar el tamaño del meteoro necesario para producir un cráter del tamaño de Coon Butte, Gilbert no encontró la gran cantidad de material adicional que esperaba. En segundo lugar, cuando examinó el fondo del cráter con un magnetómetro en busca de una masa considerable de hierro, Gilbert no halló nada: ningún signo de que un meteorito intacto se hubiera enterrado en el terreno. Gilbert concluyó, pues, que el cráter era de origen volcánico, como los cercanos montes de San Francisco.
Sin embargo, en 1902, un ingeniero de minas de Filadelfia llamado Daniel Moreau Barringer oyó decir a un agente del gobierno en la terraza de un hotel de Tucson que el cráter era meteorítico. La imaginación se le disparó con la mención de los meteoros,
y el empresario que llevaba dentro se sintió atraído por la posibilidad de que bajo el cráter yaciera sepultada una gran masa de hierro-níquel, disponible para su extracción y comercialización: el níquel, en particular, era muy valioso. Muestras de rocas halladas cerca de la superficie de la llanura contenían un 5% de níquel y trazas de hierro mezclados con material eyectado por el cráter; los fragmentos de hierro-níquel eran, por tanto, contemporáneos de la formación del cráter, y Barringer concluyó que un meteoro había formado Coon Butte.
Barringer y un socio, Benjamin Chew Tilghman, compraron los derechos de minería del área cubierta por el cráter e iniciaron la búsqueda de la masa meteórica bajo la región central. El cráter tenía una forma tan cercana a un círculo que parecía lógico suponer que el impacto había caído en vertical. En 1908, habían taladrado 28 agujeros en el fondo del cráter, pero no habían encontrado ningún meteorito.
Tilghman apreció entonces que los escombros que salpicaban la llanura circundante eran asimétricos, desparramados hacia el sur.
Es más, el borde meridional del cráter estaba elevado, como si el meteoroide se hubiera hundido debajo de él. Barringer experimentó disparando proyectiles contra el suelo. Los cráteres que creaban siempre eran circulares aunque el proyectil impactara con cierto ángulo, pero el material eyectado desde el cráter seguía el impulso hacia delante del proyectil. Basándose en este experimento, ambos hombres desplazaron el foco de la búsqueda y excavaron un pozo minero en el interior de la pared meridional del cráter. Pero tampoco entonces encontraron la masa de hierro-níquel. En casi todos los agujeros se toparon con una «obstrucción» dura aislada, que bien podría consistir en un fragmento del meteorito, pero ellos estaban empeñados en descubrir la veta madre, y no prestaron atención a estos pequeños fragmentos.
Inasequibles al desaliento ante los sucesivos fracasos de su estrategia minera, Barringer y Tilghman expusieron su teoría de que Coon Butte era un cráter meteórico ante la Academia de Ciencias de Filadelfia en 1906, y ante geólogos de la Universidad de Princeton en 1909. El estilo argumentativo de Barringer era agresivo. No escatimó desprecios contra Gilbert, geólogo muy respetado, y acusó a los científicos oficiales de dejarse llevar por prejuicios ciegos. Esto no le granjeó las simpatías de los académicos quienes, la mayoría de las veces, no lograban contener las risas.
Mientras, los inversores de Barringer empezaron a sentirse cada vez más enojados con sus incontrolados comentarios, y a desmoralizarse ante los gastos constantes de una búsqueda infructuosa. Cuando el geólogo George Merrill lanzó la hipótesis de que el meteorito Coon Butte pudo hacerse añicos tras el impacto sin dejar tras de sí ninguna masa compacta de hierro-níquel, se fueron apartando del proyecto de manera gradual, y llovieron insultos sobre quienes iban retirando su respaldo. Desilusionado ante la insistencia de Barringer de continuar excavando, Tilghman también se retiró.
Barringer encontró nuevos apoyos pero, en 1928, nerviosos ante el dinero gastado, consultaron con el astrónomo Forest Ray Moulton de la Universidad de Chicago. Moulton calculó la masa del meteorito Coon Butte en 300 000 toneladas, a diferencia de los 10 millones estimados por Barringer, lo que reducía la recuperación potencial de los inversores en un 97%; el lugar sería incluso menos rentable si el meteorito se hubiera fragmentado en gran cantidad de pequeñas piezas que convirtieran su recuperación en impracticable. Para tranquilizarlos, Barringer pidió una segunda opinión al astrónomo de Princeton Henry Norris Russell, quien confirmó los cálculos de Moulton. Tras gastar una fortuna que rondaba el millón de dólares (más de diez veces esa cantidad, al cambio actual) en su búsqueda del meteorito condenada al fracaso, Barringer falleció en 1929.
El descubrimiento de Barringer de que el cráter Coon Butte era meteorítico tenía más valor potencial que el meteorito en sí. Los científicos empezaron a usar Coon Butte como modelo para explicar cráteres similares en el Sistema Solar, como los de la Luna. La explicación de Barringer recibió un apoyo espectacular en 1908 cuando la región próxima al río Tunguska de Siberia quedó sacudida por varias explosiones de una monstruosa bola de fuego.
Hasta 1921 y 1922 no fue posible que el científico soviético Leonid Kulik visitara la zona y encontrara el lugar del impacto, claramente causado por un meteoro y rodeado de árboles caídos. El trabajo de Kulik se conoció en Occidente en 1928. En cambio, la postura científica oficial seguía sosteniendo que tanto Coon Butte como los cráteres lunares eran volcánicos.
La teoría de Barringer acerca del origen de Coon Blutte no se confirmó de manera decisiva hasta 1957-1963 gracias al astrogeólogo Gene Shoemaker. Este científico descubrió y describió las reveladoras claves geológicas que indican que un cráter surgió como consecuencia de un impacto meteorítico en lugar de una erupción volcánica. La clave radica en los restos de minerales de cuarzo chocados como la coesita y la estishovita, los cuales están fundidos a temperaturas y presiones mucho mayores que las generadas por vulcanismo, y que fueron identificados por primera vez en cráteres formados por ensayos nucleares. Siguiendo este criterio, Shoemaker y su esposa Caroline identificaron muchos de los 160 cráteres de impacto restantes que se conocen en el mundo. Uno de ellos fue el cráter Ries que circunda la localidad de Nördlingen en Baviera. Las paredes de la iglesia de San Jorge de Nördlingen consisten en un raro y bonito mineral brillante llamado suevita, un material de impacto sometido a un intenso choque y generado casi con toda seguridad por un impacto meteorítico.
En la actualidad, se calcula que el cráter Barringer de Coon Butte se formó unos 50 000 años atrás cuando los mamuts, los perezosos, los bisontes y los camellos deambulaban por las llanuras de Colorado. La onda expansiva mató o hirió a los animales que se encontraran a 25 km a la redonda. En promedio, los impactos de estas dimensiones se producen tan sólo una vez cada mil años en la Tierra. Pero cada millón de años aproximadamente, el planeta recibe el choque de un meteoroide lo bastante grande como para devastar un continente. Algunos científicos atribuyen la extinción de los dinosaurios al impacto meteórico que creó el cráter Chicxulub en México hace 64 millones de años, descubierto en 1978 por el geofísico petrolero Glen Penfield.
La demostración de que los impactos meteóricos modelan el paisaje terrestre resolvió un debate de 250 años de antigüedad entre geólogos y científicos evolutivos. A finales del siglo xviii, años antes de que Darwin descubriera la teoría de la evolución, el paleontólogo francés George Cuvier propuso que las catástrofes aisladas eran el motor principal de los cambios acaecidos en la historia natural de la Tierra, y que a ellas se debían fenómenos tales como la deriva continental o la extinción de especies. Esta teoría logró una aceptación generalizada en aquella época porque era compatible con las interpretaciones creacionistas bíblicas (por ejemplo, las relacionadas con Noé y el diluvio universal). El psiquiatra judeo-ruso Immanuel Velikovsky reactivó ideas similares en la década de 1950, urdiendo mitología, arqueología y seudociencia en teorías fantásticas pero muy populares sobre diluvios y conflagraciones cósmicas. Los científicos se sienten incómodos de forma instintiva con esta visión del mundo llamada catastrofismo porque sugiere que todo en la Tierra (los ecosistemas, la meteorología, la geología y la geografía) está sujeto a acontecimientos arbitrarios, «un cuento de idiotas» y, por tanto, no se puede analizar o reproducir mediante métodos científicos. Como reacción a este enfoque, los geólogos James Hutton, en el siglo xviii, y Charles Lyell, en el siglo xix, promovieron las teorías del uniformismo y el gradualismo, las cuales insisten en que los cambios geológicos se producen despacio en el transcurso de largos periodos temporales, en una línea más acorde con la evolución darwiniana.
Siguiendo a Darwin, el uniformismo se convirtió en el paradigma predominante de la geología a lo largo de un siglo, hasta que el cráter de Barringer, la bola de fuego de Kulik y los hallazgos del matrimonio Shoemaker ejercieron impacto y obligaron a la comunidad científica a combinar ambas concepciones contrapuestas. Las bolas de fuego cósmicas no son leyenda, sino meteoros con efectos devastadores en la Tierra. En la actualidad, se admite que la historia geológica consiste en un proceso de evolución lenta y gradual salpicado de acontecimientos catastróficos ocasionales.