Juan García
El pasado mes de marzo la Policía Nacional denunció, como presuntos autores de un delito de odio y propuestos para sanción, a unos jóvenes que asistieron a un partido de baloncesto en Tenerife, en el que jugaba un equipo israelí, por repartir unos folletos y tener una pancarta a favor de la causa del pueblo palestino y en contra de los bombardeos en la franja de Gaza.
Ya en 2021, una de las acusaciones contra el rapero Pablo Hasel fue la del delito de odio, por el que le pidieron dos años y medio de cárcel y 5.400 euros de multa tras realizar una serie de comentarios, que publicó en su cuenta de Twitter, contra el Real Betis Balompié, por su apoyo al futbolista Roman Zozulya, al que el Hasel vinculaba con la ideología nazi.
También durante el conflicto que sacudió Cataluña durante su referéndum de autodeterminación en 2017, la Policía Nacional denunció por delito de odio a los ciudadanos catalanes que les abuchearon en los lugares de residencia donde fueron instalados al ser destinados temporalmente a Cataluña.
El delito de odio se incluyó en 2015 en el Código Penal español. Con él se estableció que el castigo para quienes promuevan la discriminación, el odio o la violencia contra una minoría sea de pena de prisión de uno a cuatro años y una multa de 6 a 12 meses. De este delito escribimos el periodista Pascual Serrano y un servidor en nuestro libro “Los gobiernos españoles contra las libertades”. El delito de odio fue una iniciativa de la izquierda, y en aquel momento parecía una buena idea. Sin embargo, el tiempo ha demostrado que se trata de un concepto difícil de precisar, y más todavía de delimitar qué grupos sociales pueden ser víctimas de él.
Basta observar que en una circular de 2019 de la fiscalía sobre “pautas para interpretar los delitos de odio” se señalaba que agredir a un nazi o incitar a su odio podía ser un delito de odio:
“El origen del delito de odio está relacionado con la protección a los colectivos desfavorecidos, pero la vulnerabilidad del colectivo no es un elemento del tipo delictivo que requiera ser acreditado, sino que el legislador, haciendo ese juicio de valor previo, al incluirlo en el tipo penal, ha partido de esa vulnerabilidad intrínseca o situación de vulnerabilidad en el entorno social. Tampoco lo es el valor ético que pueda tener el sujeto pasivo. Así una agresión a una persona de ideología nazi, o la incitación al odio hacia tal colectivo, puede ser incluida en este tipo de delitos”.
Mientras tanto, el Ministerio de Interior en un folleto informativo se limitaba a señalar que “Si una persona se ha mostrado hostil hacia ti por tu raza, orientación e identidad sexual, religión, creencias o discapacidad, ha cometido un delito de odio”. Es evidente la dificultad, no solo para demostrarlo, sino para concretar ese delito. En nuestra vida cotidiana nos mostramos hostiles en numerosas ocasiones con otras personas: un vecino que molesta, un camarero antipático, un conductor que incumple una norma, un discrepante ideológico en un debate… ¿Es siempre un delito de odio?, ¿cómo pretende la ley definir si lo es o no?, ¿protestar contra la intervención de Rusia en el conflicto ucraniano es positivo mientras que criticar el genocidio cometido por Israel es delictivo?
Despenalizar los delitos de pensamiento había sido un éxito de la ilustración y creíamos que había sido desterrado por siempre en los Estados de derecho. Querer encarcelar a ciudadanos por odiar no es un objetivo ni justo ni acertado y, como el tiempo, ha demostrado, puede acabar siendo un arma de doble filo con la que pueden acabar siendo perjudicados los más débiles.
Juan García es abogado. Autor, junto con Pascual Serrano, del libro Los gobiernos españoles contra las libertades.