Lev Tolstói

Lev Tolstói: Ecos de Crimea y del Cáucaso

No es posible lanzarse sin más a escribir una introducción a estas cuatro auténticas joyas «bélicas» del gran genio de la literatura que fue Lev Tolstói sin detenerse antes a plantearse un par de preguntas que casi pertenecen al terreno del autoanálisis, pero, sobre todo, pienso, a un obligado ejercicio de honestidad. En primer lugar, ¿puedo abstraerme del hecho de que, tanto el día que recibí el encargo de este prólogo como en estos otros días en los que trato de redactar un texto que esté a la altura, ucranianos y rusos se desangran literalmente en una espantosa y prolongada guerra? El pequeño tictac del teclado de un portátil en la mañana de verano parece insignificante y nimio frente al macabro y terrorífico estruendo de las explosiones que arrancan o cambian para siempre el destino de tantas vidas de uno y otro lado. Escribir tiene que ver con crear y construir, con poner en pie algo nuevo, pieza a pieza, pero el trasfondo que se nos impone en estos días aciagos habla solo destrucción, derribo, derrumbe, aniquilación. Tolstói conoció la guerra, especialmente los horrores de la guerra del Cáucaso, y salvo Después del baile, los textos que el lector va a encontrar aquí lo van a situar en el fragor de los combates. Como bien sostiene el traductor de las obras de este volumen, lo que es seguro que es que, en 2022, el gran autor hubiera abrazado de nuevo un pacifismo sin reservas, esa revolución no violenta y despojada en la que el creador de Guerra y paz trató de profundizar hasta el día de su muerte. Resulta atrevido, valiente (y, añadiría, necesario) reivindicar y celebrar también con estas cuatro maravillas literarias al gran escritor ruso precisamente en un ambiente general de rusofobia ciega e indiscriminada, en un mundo de pensamiento único y de noticias teledirigidas. Lo cierto es que ningún lector que se sumerja en obras maestras como los Relatos de Sebastopol, El prisionero del Cáucaso, Después del baile y Hadzhí Murat –tan unidos de fondo por su claro mensaje antibelicista– saldrá de la experiencia sin quedar afectado en lo más profundo de su alma, y cómo no referirse al alma tratándose, nada menos, que de Lev Tolstói.

Una segunda pregunta/reflexión, que también me parece obligada, alude al lugar donde se sitúa el autor de un prólogo cuando se arranca a escribir y a acometer este proyecto: vérselas con el gigante literario de Tolstói y con el trasfondo bélico de entonces y de ahora conduce casi de inmediato a preguntarse, pero ¿quién soy yo?, o incluso, pero ¿cómo me atrevo? Y, más allá de lo estrictamente literario: ¿debería tomar algún tipo de postura aquí, como ciudadano del mundo en el siglo xxi? El caso es que no soy un historiador, ni un politólogo, ni un expolítico, ni un militar/estratega, sino un filósofo, escritor y crítico literario, y esas son mis herramientas, mi ángulo, mi particular mirada a la hora de situarme ante estos hermosos cuatro escritos de Tolstói. Dos de ellos, Después del baile y Hadzhí Murat, de su última época (1903-1904), son piezas excepcionalmente maduras y magistrales. La segunda incluso es toda una novela póstuma, que solo se publicó sin censura a partir de 1917. Como sucede con el prodigioso autor ruso, relatos o novelas cortas que recrean peripecias y aventuras, ocultan y contienen una fuerte carga de profundidad por los asuntos humanos y morales que plantean.

Hablando de asuntos y dilemas morales, es fascinante el que ofrece Después del baile –obra, como hemos señalado, de 1903– en una misma narración, a través de dos hechos aparentemente tan opuestos como el amor y la barbarie. Ya en el inicio, con ese recurso tolstoiano de hacer memoria de algo que sucedió tiempo atrás y merece ser relatado, pregunta, por boca de Iván Vasílievich, qué razón o circunstancia nos hace distinguir entre el bien y el mal, ¿es el entorno, la mera contingencia…? Aquí aparece de modo literario y no teórico-ensayístico, la convicción de Tolstói de que solo se logrará una sociedad justa si de verdad se cambian las condiciones de vida de la gente, hacia un mundo de iguales. «El entorno abruma», se declara al comienzo. El protagonista, Iván Vasílievich, desgrana ante un grupo una historia, un antiguo suceso que ocurrió en una madrugada en sus tiempos de joven y rico estudiante. Algo que le afectó de una tremenda forma y lo cambió para siempre. Enamorado de una tal Várenka, describe una fiesta, la invitación a un hermoso y prolongado baile. Pero en el plazo de unas pocas horas, de sentir amor y ternura (no solo por la dama sino por todos sus semejantes y las promesas del mundo), de percibir incluso todo lo que le rodea como «agradable y significativo», pasará a que –por un despreciable suceso del amanecer– se vea frente a la violencia y la brutalidad que, ineludiblemente, también forman parte del ser humano.

El asunto de la no-violencia es capital en el autor de Guerra y paz. Como bien precisa el filósofo Iván de los Ríos en su prólogo al Tolstói, pensador radical de Stefan Zweig (publicado en Errata Naturae) se trata además de la no violencia activa. De los Ríos señala, cómo Zweig en ese texto de 1937 (desde el absoluto desamparo y desde la contemplación del terrible derrumbe de Europa y de su mundo personal y social con el ascenso del nazismo) supo ver que Tolstói, al final de su vida, «arrojado al precipicio de la fe, descubre que no hay forma de existencia más excelsa que la beatitud construida en el interior del alma humana mediante una revolución pacífica y moral», más allá de unos poderes fácticos que, en opinión del escritor ruso, existen desde siempre para perpetuar la injusticia y la desigualdad. El ensayo de Zweig sobre Tolstói constituye una gran reflexión acerca de la revolución personal y social hacia la que derivó el creador de Anna Karénina. Zweig pone el foco sobre un Tolstói sumido en la melancolía, la angustia y el «descarrilamiento interior», que ha tomado el camino hacia una ética mística en momentos en que Turguéniev, en su lecho de muerte, le pide por carta que regrese a la literatura. Zweig señala cómo Guerra y paz supone toda una filosofía de la historia. El autor ruso buscó el sentido vital primero en la filosofía, después en la religión. Su preocupación central terminó siendo cómo vivir, tanto él como el género humano. Zweig cuenta cómo la interpretación del evangelio primitivo por parte del escritor ruso entró en conflicto con la censura y más tarde con el poder eclesial, hasta el punto de ser excomulgado en 1901 por la Iglesia ortodoxa. Su radicalidad lo convirtió nada menos que en enemigo del Estado y de la Iglesia, e hizo de él una especie de anarquista-anticolectivista. La comprensión de la permanente injusticia sobre los pobres dice el novelista austriaco que lo conduce a una llamada a la revolución moral, no violenta. Nada que ver con un comunismo sanguinario radical, por mucho que Tolstói también pidiera la abolición de la propiedad privada por otros medios.

Los que vamos teniendo una edad recordamos nuestra infancia y adolescencia de primeras lecturas entre aquellas novelas ilustradas, sobre todo de la colección «clásicos de juventud» de Bruguera o de Ediciones Molino, que combinaban la posibilidad de la lectura en texto con su seguimiento en viñetas. Allí no faltaba Emilio Salgari (El corsario negro, Sandokan…), Daniel Defoe y su Robinson Crusoe o tantos títulos de Julio Verne, pero tampoco el fascinante El prisionero del Caucaso de Tolstói, obra de 1872 que también se presenta en este volumen en la ágil y hermosa versión de su traductor. Tan apasionante resulta la historia del oficial y noble Zhilin en medio de las guerras del Cáucaso como el ritmo con el que se cuenta. La peripecia se inicia esta vez con la carta de su madre anciana, ya enferma, que le pide que regrese de los combates para visitarla y tal vez para casarse, un viaje arriesgado que pone de manifiesto el dilatado odio entre los rusos y los temibles y crueles tártaros, de religión musulmana. La única posibilidad que tenían los militares rusos para desplazarse seguros entre estepas, valles y montañas era hacerlo mediante convoyes escoltados (caballos y carromatos) en medio de páramos donde, tanto el calor como el frío eran además terribles. El temor a las emboscadas era constante, pues caer en manos del enemigo solía significar una muerte segura, o, con suerte, la posibilidad de salvarse previo pago de un rescate, pero tal vez padeciendo torturas y condiciones de esclavitud. Tolstói, buen conocedor del conflicto, deslumbra con su conocimiento de la geografía, las costumbres de unos y de otros, las vestimentas, las aldeas tártaras y sus habitantes, su manera de hablar… El texto es pura aventura trepidante, pero aflora en él una gran reflexión sobre la condición humana en situaciones límite: cómo mantener la dignidad, cómo seguir sintiéndose útil para sobrevivir, cómo no renunciar nunca al derecho inalienable de la libertad humana y al deseo de escapar de cualquier reclusión o limitación que se nos inflija. La comparación de Zhilin con el modo de ser del otro oficial, compañero de cautiverio, Kostilin, constituye un hermoso cuadro acerca de valores tan necesarios en el ser humano como el compañerismo, la generosidad, el altruismo o la solidaridad, cuando se vive en permanente amenaza.

De las cuatro obras que presenta este volumen de Akal en la traducción fluida y precisa de Sergio Hernández-Ranera, la más temprana de todas, por el año de publicación, son los Relatos de Sebastopol, de 1855-1856. La Guerra de Crimea duró del 1853 al 1856 y Tolstói vivió los combates del sitio de Sebastopol como alférez de artillería. Él llegó en noviembre de 1854. Aquel episodio duró casi un año, once meses, el tiempo que el mermado ejército ruso pudo resistir desde sus bastiones las andanadas de una poderosa alianza franco-anglo-turca. Sus Relatos de Sebastopol se estructuran en tres crónicas «periodístico-literarias» que, si en un principio entusiasmaron al zar Alejandro II según aparecían en la prensa, fueron más tarde criticadas y censuradas. No estaban dispuestos a tolerar que los aires victoriosos iniciales se transformaran en el relato minucioso de una derrota y de un absurdo que llevó a tantos y tantos combatientes al matadero. Una versión íntegra solo pudo aparecer en 1928. Tolstói toma en estas crónicas la voz como una especie de enviado especial, reportero de guerra, o guía de los lectores y, como se aprecia en el desarrollo de sus textos (Sebastopol en diciembre, Sebastopol en mayo y Sebastopol en agosto) pasa –como los propios militares protagonistas‒ del inicial orgullo patriótico a la desconfianza y la repulsa de la violencia armada «con pólvora y sangre». Desde la pura acción, el gran novelista sabe ir ahondando en lo que más le interesaba: la psicología humana y las respuestas de unos y otros ante la devastación de la guerra. El primero de los textos (Sebastopol en diciembre) se inicia con una gran puesta en escena basada en prodigiosas descripciones, donde se perciben con intensidad las imágenes, los aromas, los sonidos, los colores, la enorme bahía, el paisaje, los barcos hundidos, las carretas, los caballos reventados en combate abandonados por las calles, los disparos y cañonazos lejanos, el trasiego incesante de marineros, comerciantes, mujeres… El guía Tolstói se dirige directamente a un usted que es el lector, como parte activa de toda la representación. Al principio sabe subrayar el sentimiento de valentía y de orgullo en medio de las rutinas cotidianas que no se interrumpen pese al cerco impuesto, pues, tal como se dice, lo que no se encuentra allá es «disposición a morir». Habla de la «firmeza de espíritu» y la «dignidad personal» de muchos de los heridos. La gente continúa sus tareas, una mujer se remanga un vestido para no mancharlo ante un gran charco. El espectáculo de la sangre, los muertos y mutilados en medio del horror de los hospitales de campaña, empieza, sin embargo, a hacer mella. El autor ruso ya anticipa y (re)transmite la situación real: «Verá la guerra, no en su vertiente cabal, bella y brillante, con su música y tamborileo, con los estandartes ondeando y los generales cabriolando a caballo, sino la guerra en su expresión verdadera: con sangre, sufrimientos y muerte». Especialmente difícil es la supervivencia en el mitológico cuarto bastión, entre cañonazos aterradores y proyectiles de mortero, aunque aún prevalece el heroísmo y el «amor a la patria» de los defensores rusos ante el asedio. Tolstói firma esta primera parte, centrada en el mes de diciembre, el 25 de abril de 1855. Así lo firma en la entrega a la prensa.

La acción de Sebastopol en mayo comienza cuando llevan seis meses de combate en esta ciudad y los tintes heroicos se atenúan ante la barbarie continuada. En el retrato que nos llega prevalece el desencanto y una idea muy clara arraigada en Lev Tolstói, que «una cuestión no resuelta por los diplomáticos, menos aún se resuelve a base de pólvora y sangre». El escritor acentúa lo irracional de la guerra y seguimos a los militares protagonistas como en prodigiosos golpes de cámara donde nos vemos, por ejemplo, acompañando al oficial Mijailov mientras sube una cuesta y desentraña el contenido de una carta donde que nos habla de una mujer deseada, de la buena vida dejada atrás… El enorme talento descriptivo lleva a que el lector se sumerja en la narración con el sentimiento de que cada uno de los personajes es absolutamente real. Los bailes de oficiales en pleno conflicto crean una sensación de irrealidad, tanta como los militares aún deseosos de condecoraciones y honor antes de saltar literalmente por los aires, todo un retrato de la naturaleza humana, de nuestros afanes y obstinaciones. Por todas partes «vanidad, vanidad y nada más que vanidad, incluso al borde de la tumba», lamenta. Se acrecienta el presentimiento generalizado de que pronto morirán en uno de los bastiones, bombardeados de forma implacable por un enemigo que los revienta y que inutiliza sus piezas de artillería. El dominio narrativo del Tolstói hace que sujete con suavidad las riendas del texto mientras dirige con astucia al lector, incluyéndolo, asomándolo o retirándolo del lugar de los hechos: «Y se puso alegremente a relatar con ingenio y animación una historia de amor que obviaremos, puesto que ahora no es de nuestro interés». O: «Y con estas palabras pasó con Kalunguin a ver al general, adonde nosotros ya no le seguiremos». O, más adelante, «mejor fíjese el lector en ese niño de diez años que…».

En el frente, los combates se alternan con la tentativa de­sesperada de mantener aún algún tipo de normalidad y vida cotidiana. El príncipe Galtsin, dirigiéndose a sus amigos oficiales, comenta: «Se hace raro pensar que estemos en una ciudad asediada: un piano, te con nata y una vivienda que, la verdad, ya me gustaría tener una así en Petersburgo». ¿Puede normalizarse el horror? La costumbre de los combates nocturnos hace confesar a un personaje: «¿Sabes? Hay veces que es imposible distinguir las estrellas de las bombas». Si hay algo que resalta Tolstói es cómo el sufrimiento de los soldados rusos acaba afectando a todos, independientemente de su clase social, se extiende y se reparte de manera igualitaria. Conforme avanzan las hostilidades, los rusos se fueron viendo superados por los proyectiles turcos y franceses que caían precisos y constantes sobre los bastiones, centenares de heridos deambulaban, crecía el horror en el hospital y en los puestos de socorro. Tosltói subraya con maestría el miedo, el desencanto en las trincheras, los últimos pensamientos de los soldados y oficiales en el combate antes de morir, las órdenes absurdas, la dificultad de asumir el puro azar en que todo consiste, la búsqueda delirante de condecoraciones y aplauso público. Sebastopol en mayo lo firma el 26 de junio de 1855.

Sebastopol en agosto de 1855 es la tercera entrega que Tolstói llevó a cabo de su crónica del asedio. Esta vez nos invita a seguir los pasos de un teniente (Kozeltsov) y lo hacemos desde el inicio con curiosidad, gusto e interés. Se trata de un oficial que había sido herido en mayo y que, aún no recuperado del todo, decide regresar a su regimiento a bordo de una carreta. Prevalece ya definitivamente una atmósfera y una conciencia de derrota inminente en el ánimo de la tropa rusa y en los mandos. Hay toda una amalgama caótica, un imaginario que es mezcla de incertidumbre, penalidades, destrucción, burocracias atascadas, miedo, e incluso pura cobardía tras el arrojo y el ardor guerrero inicial. Tolstói nos habla de oficiales que se demoran por el camino deliberadamente, para no acudir a los combates y a la cita con una muerte segura. Hablando de uno de ellos, escribe: «procuraba viajar con la mayor tranquilidad posible, pues consideraba estos días como los últimos de su vida… se alegraba cuando no le daban caballos». La crónica de Tolstói propicia el encuentro casual del protagonista con su hermano menor en una posada del camino, el joven e inexperto Volodin, que pronto comprueba qué clase de matadero es al que se dirige. En el texto van surgiendo reflexiones muy interesantes acerca de en qué consiste la verdadera autoridad y el carisma. Deja aflorar Tolstói su tesis de que la autoridad y el respeto deben estar necesariamente guiados por auténticos principios morales y por la experiencia, no por intereses de cualquier clase. Uno debe someterse o subordinarse, viene a decir, solo cuando se reconocen virtudes morales en quien ostenta el mando. El pesimismo lo invade todo a estas alturas: «Mal, vueseñoría –contesta un soldado‒. Los franceses nos están superando». De nuevo el escritor ruso mide al detalle y lleva las riendas con dominio para acercar o alejar al lector de los asuntos que considera importante mostrar. No es raro que, en el contexto y cenit de una pelea entre oficiales que juegan y apuestan a las cartas, borrachos y bravucones ya, Tolstói escriba: «Pero corramos un tupido velo sobre esta escena tan triste». Pues añade que, después de todo, cada uno de los que ahí están reunidos morirán como héroes al día siguiente. Deslumbra con el gran detalle y caracterización de los combatientes en su vida en los bastiones, con un intercalado de frases de fino estilista: «hablaba un ruso excelente, pero de una manera demasiado correcta y bella para un ruso». Como en el conjunto de las obras de Tolstói que aparecen en esta edición, también aquí las valiosas notas explicativas del traductor, tan buen conocedor del idioma y de las costumbres de los pueblos eslavos, nos llevan de la mano. Sebastopol en agosto es, en realidad ya, el relato de una espera desesperada, la de la inevitable e inminente derrota y el desastre de la muerte y la desbandada de los supervivientes tras once meses de hostilidades. Este último texto lo firma para su publicación en prensa el 27 de diciembre de 1855 en Petersburgo.

La última obra de Tosltói que se presenta en este volumen, Hadzhí Murat, es también su última novela, escrita en 1904, cuando solo le quedaban seis años de vida. Una vez más, nos atrapa con su ambientación inicial, esos extensos campos en la mitad del verano, descritos con tanta precisión y belleza, donde de paso se plantea el difícil asunto de la relación de dominio y destrucción del hombre con la naturaleza. A propósito de esa contemplación y reflexión, al viajero-narrador le viene a la memoria «una vieja historia del Cáucaso, parte de la cual yo mismo presencié, parte la escuché de boca de testigos oculares y parte me la imaginé», unos hechos reales, ocurridos en 1851, para los que, por cierto, como bien nos cuenta el traductor en el cuerpo de notas, Tolstói se documentó a fondo, llegando a entrevistarse con familiares de los oficiales que tomaron parte en esa peripecia tremenda. La gran figura de esta novela es un guerrero, Hadzhí Murat, musulmán, lugarteniente, héroe en batallas contra los rusos (unas veces descritos como «perros rusos» otras como «cerdos rusos»). Por un giro del destino, Hadzhí trata de pasarse al otro bando. Al inicio llega a caballo a una aldea acompañado por sus guardias más fieles. Pronto sabremos que pende sobre él una orden de captura, vivo o muerto, pero no desde el bando ruso sino por obra de su antiguo jefe Shamil, mando de los montañeses/chechenos. El genio de Tolstói hace que tras desgranar las atrocidades de los rusos, estos también se vean humanizados a través de las conversaciones de muchos pobres soldados zaristas a los que allí les ha tocado servir. Sus conversaciones mientras comparten una pipa a escondidas en la guardia nocturna sin lanzar destellos, revelan las penalidades de la vida militar dentro y fuera de la fortaleza y los muchos riesgos que corren a diario. De paso nos enteramos de cuestiones como que el jefe de la compañía, con deudas de juego, «ha vuelto a meter la mano en la caja», algo que desestabiliza la economía de todo el destacamento. Aventura, noche, temores, encuentros de rusos y chechenos en la oscuridad… elementos que atrapan desde el comienzo a los lectores, que también se sumergen en la forma de vida de unos oficiales que matan el tiempo jugando a las cartas y bebiendo vodka y cerveza. En medio de la peripecia surgen asuntos tan tolstoianos y filosóficos como la posibilidad o imposibilidad de la libertad humana. El sirviente Vavilo dice en un pasaje, hablando de su señor: «Me ha prometido liberarme cuando regresemos del Cáucaso. ¡Pero a dónde voy yo con mi libertad! ¡Perra vida!». Hadzhí Murat es, pues, un prófugo perseguido por sus antiguos camaradas chechenos, que además han capturado a la familia del protagonista para forzar su regreso y acabar con su vida. Él ofrece sus servicios a los rusos a cambio de ayuda. La desconfianza de unos por otros, el miedo a las traiciones, crea una atmósfera adictiva durante toda la historia. Por el camino encontramos muchas de las maravillas reflexivas del escritor ruso, como sus pensamientos ante la muerte de un general: «Nadie veía en aquella muerte el aspecto más trascendental de esta vida; su término y el regreso adonde había surgido». El texto está plagado de observaciones curiosas: «Durmió dieciocho horas seguidas, como habitualmente hacen los que pierden en el juego» y otras que sobrecogen: «fumaban, bebían y bromeaban sin preocuparse de que la muerte podía sorprender a cada uno de ellos en cualquier instante». Toda la novela retrata un micromundo descrito de manera prodigiosa, se trate del campamento checheno en la montaña, del destacamento ruso, o de los dramas de muchas familias campesinas cuyos hijos mueren en el combate «defendiendo al zar, la patria y la fe ortodoxa». Precisamente, un largo pasaje nos sitúa incluso en el Palacio de Invierno, con el temible zar Nicolás, en su arbitrario ejercicio del poder y también capaz de la crueldad máxima. Se describe el infierno de la guerra contra los chechenos («los chechenos, pueblo inconstante y frívolo», lamenta incluso su propio líder Shamil). Hablando de crueldad, no es menos la que se relata de la aldea musulmana, con la estricta aplicación de la sharía sobre los supuestos ladrones y asesinos.

Una figura muy interesante, antes de caer en desgracia, es la del oficial ruso Butler, con su capacidad de admiración por el otro, y tan deseoso de entendimiento y comprensión entre pueblos diferentes. El pacifismo de Tolstói y su voluntad de desenmascarar los absurdos de cualquier enfrentamiento bélico quedan de manifiesto en las palabras de María Dmítrievna, cuando alguien le comenta «Así es la guerra» y ella responde: «¿Qué guerra? Sois unos asesinos. Eso es todo». La parte final de Hadzhí Murat es un increíble, vibrante y trágico crescendo lleno de fuerza y de imágenes poderosas. Una gran frase de despedida sabe cerrar el ciclo de esta sobrecogedora novela y llevarnos de vuelta al origen, al observador inicial de los campos inmensos tras la cosecha. Después de todo, como bien señaló el filósofo Antonio Ríos en su Lev Tolstói publicado en Rialp, más allá de la épica y el heroísmo de los personajes del Cáucaso, para el escritor ruso «esos personajes son el espejo en que se reflejan dos temas fundamentales: el poder y belleza de la naturaleza salvaje y la vida cotidiana de los hombres, ya sean cosacos, rusos o chechenos». La guerra, los combates, las conversaciones, los bailes, las traiciones, los amores o las venganzas representaron al final un escenario, el del género humano, con sus pasiones y ambiciones, un vasto mundo que se extendía ante los ojos de quien sabía leerlo e interpretarlo como pocos: el enorme observador, conocedor y narrador del alma humana que fue Lev N. Tolstói.

Introducción de Ernesto Calabuig en Ecos de Crimea y del Cáucaso. Cuatro relatos

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