Serguéi Necháev, afamado revolucionario ruso del siglo XIX, probablemente sea uno de los personajes históricos más odiados por la izquierda. Un supuesto anarquista que realizó una férrea apología del terrorismo, retratado por Fiodor Dostoyevski en Los demonios y calificado como infame por Engels y Marx. No obstante, fue una de las fuentes de inspiración de Lenin para su manifiesto de 1902 ¿Qué hacer? –el primer manifiesto del bolchevismo–, no tanto por sus actuaciones radicales o su ideología como por ser un fiel reflejo de su época, una corriente “pasada de revoluciones” que, en pleno siglo XIX, fundó en secreto la “Sociedad del Hacha”. No se escogió al azar el nombre de esta organización revolucionaria; no fue casualidad destacar el hacha como un férreo símbolo de la revolución.
Lejos de ser un simple utensilio, el hacha siempre ha estado unida a la cultura rusa; tal como dice un refrán popular “se puede cruzar el mundo entero con un hacha”. El hacha era tan importante para el muzhik como el machete para el habitante de la jungla tropical. Era la “herramienta universal” con la que un ruso podía, según Tolstoi, “lo mismo construir una casa que hacer una cuchara”: el hacha era el implemento básico de la Gran Rusia, el medio indispensable para someter el bosque a los propósitos del hombre.
Antón Chéjov anunciaba el inminente final de la Rusia imperial con el sonido del hacha al final de su última obra, El jardín de los cerezos. Ya durante el siglo XIX este símbolo pasó a formar parte de la revolución, un elemento subversivo capaz de poner los pelos como escarpias a los burgueses. Algo similar le sucedió al otro gran símbolo de la cultura rusa: los iconos. El icono, o pintura religiosa, era el omnipresente recordatorio de la fe religiosa que daba al acosado habitante de la frontera una sensación de seguridad final y un propósito superior.
“Si Bizancio destacó por entregar al mundo la teología expresada en palabras, la teología expresada en imágenes fue una donación esencialmente de Rusia.” – E. Kitzinger
Desde sus orígenes, los iconos fueron fundamentales para extender una fe ortodoxa por toda Rusia. Penetró con fuerza en los siglos XI y XII, desplazando el empleo de mosaicos y frescos. En Rusia, el icono representó la suprema autoridad común ante la cual uno prestaba juramento, resolvía las disputas y marchaba hacia la batalla.
Los mismos revolucionarios veían con “ojos de adoradores de iconos” el naturalismo heroico de gran parte de la pintura rusa del siglo XIX. Muchos encontraron una llamada al desafío revolucionario en la orgullosa expresión de un chico que no se inclina en el famoso cuadro de Repin Bateleros del Volga; tal como los guerreros cristianos de una época anterior habían prestado juramento ante los iconos de la Iglesia en vísperas de la batalla, así los revolucionarios rusos del siglo XX –en palabras del secretario personal de Lenin– “prestaban juramento en la galería Tretiakov al ver tales cuadros”.
Los cuadros de Lenin en la “esquina roja” de las fábricas y lugares públicos sustituyeron a los iconos de Cristo y la Virgen. Las fotografías de los sucesores de Lenin desplegadas en un orden determinado a ambos lados de Stalin reemplazaron a la antigua “hilera de la oración”, en la cual los santos aparecían en un orden determinado a ambos lados de Cristo en el trono.
Éstas son las razones, entre otras, por las que James H. Billington eligió El icono y el hacha como título de su magnum opus sobre historia interpretativa de la cultura rusa.