«El obrero tiene más necesidad de respeto que de pan.»
Karl Marx«Del hambre real, de la falta de comer de nuestros padres,
habíamos sacado nosotros el instinto de morder.»
Javier Pérez Andújar, Paseos con mi madre
Este libro surge con la finalidad de buscar explicación y dar respuesta a una ausencia. Tras la ola de recortes y la brutal ofensiva que desde la Troika se lanzó contra nuestro país, en connivencia con un gobierno reducido al papel servil de mero gestor de la contrarreforma, aparecieron distintos movimientos de masas destinados a frenar dicha ofensiva neoliberal. Del 15M (embrión y precursor) a las distintas mareas (sanidad, educación, justicia…), pasando por los yayoflautas, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) o colectivos como Democracia Real Ya! (DRY), Juventud Sin Futuro (JSF) o Yo No Pago, las calles de nuestras ciudades han sido escenario de infinidad de manifestaciones, sentadas, acampadas, batucadas, performances, cargas indiscriminadas, ocupaciones y (las menos veces) de acción directa. Al margen de sus diferencias y sus características propias, un hilo conductor recorre todas y cada una de las recientes movilizaciones y colectivos que han avivado el conflicto social y han agitado la calle: la ausencia significativa de la clase obrera.
Una de las tesis principales del libro es que, salvo excepciones como la movilización minera, la PAH o el SAT, la calle ha sido tomada por una clase media recientemente empobrecida, una falsa clase media para cuyos gurús y portavoces los términos clase obrera o clase trabajadora son un anacronismo o tienen una carga peyorativa. Para algunos sectores de la clase media con conciencia política y movilizados, la clase trabajadora que se queda en casa puede llegar a ser apática, conformista, reaccionaria y hasta caer en los cantos de sirena del fascismo, todo lo cual imposibilitaría el papel de sujeto revolucionario que tuvo antaño. Ejemplos como el de la famosa cajera de Mercadona han contribuido a esta imagen al mostrar a una trabajadora que no está peleando por sus derechos sino asumiendo funciones de guardia jurado cuando los sindicalistas del SAT expropian un par de carritos llenos de alimentos básicos para denunciar el hambre y la necesidad que sufren las clases populares en Andalucía y, por extensión, en el resto del Estado español. Pero, como mostraremos a lo largo del libro, la realidad es mucho más compleja y menos simple de lo que aparenta a primera vista.
Es un hecho incuestionable que reponedores, camareros y camareras, mozos y mozas de almacén, peones de fábrica, limpiadores y limpiadoras, electricistas, peluqueros y peluqueras, conductores y conductoras de autobuses, empleadas y empleados de hogar, fontaneros y fontaneras u operarios/as de toda índole, no son mayoría en este tipo de movilizaciones que sacuden el Estado español. Cuando la clase obrera está presente, lo está de manera minoritaria y, desde luego, no marca la agenda de las movilizaciones en función de sus intereses de clase. Los motivos son muchos y de distinta índole: desde la invisibilización de las clases sociales bajo el eufemismo tramposo de la clase media, hasta la desnaturalización (pasando de la parodia y la burla a la abierta criminalización) de los estratos sociales que se encuentran en la base de la pirámide del sistema. Más allá de la responsabilidad colectiva que pueda corresponder a la clase trabajadora, consideramos que tal ausencia también tiene otros culpables, y no nos temblará el pulso a la hora de enumerarlos y criticarlos. Por supuesto, señalaremos a la casta política en el poder, medios de comunicación y al resto de la oligarquía, pero no pasaremos por alto el papel fundamental de partidos políticos de izquierda transformadora que olvidaron a quién representan, sindicatos cautivos de su propia burocracia inmovilista y una izquierda académica (proveniente en su mayoría de la clase media) obsesionada con reinventar y reformular hasta el absurdo, a base de neologismos, las relaciones de explotación existentes. Una izquierda académica alejada completamente de la clase trabajadora y centrada en sus pupilos: los jóvenes universitarios, ni mucho menos mayoría en este país como nos demostrarán los datos. Pudiera parecer –según la manufacturada opinión pública– que en este país solo existen universitarios que se ven forzados a emigrar. Por una vez vamos a centrarnos en los otros, en los que no pueden emigrar porque ni tienen una carrera, ni han hecho un máster, ni hablan tres idiomas. Aquellos que, pese a ser más numéricamente, no forman parte de la laureada «generación mejor preparada de la historia». Una clase obrera olvidada y denostada por una elite intelectual que, contra toda tradición antifascista y transformadora, y siempre bajo la excusa de aglutinar, se autoencadena a la realidad existente y se esfuerza por parecer –tanto estética como discursivamente– lo más domesticada posible, legitimando dicha realidad y convirtiéndose en esclava de un pragmatismo pueril que conduce al puro inmovilismo o a un tibio reformismo, lejos incluso de la socialdemocracia tradicional.
Hemos de reconocer que este libro es también hijo de las redes sociales, de interminables y reiterados debates en Facebook, de comprobar cómo en todas las discusiones ambos autores nos quedábamos solos defendiendo al cani/nen/garrulo de turno, denunciando que el hijo del obrero estaba ya expulsado de la Universidad antes de la Ley Wert o argumentando que el 15M está muy bien pero tuvo serias dificultades para conectar con el mundo del trabajo y que, como el 15M, cualquier fuerza política que surja está condenada al fracaso si no logra atraer el apoyo de la clase obrera. Nos dimos cuenta de que, pese a nuestras amistades virtuales enmarcadas en ciertos parámetros (gente movilizada, izquierda transformadora, etc.), nosotros éramos distintos y teníamos mucho más en común pese a venir de diferentes corrientes del socialismo. Nos cercioramos rápidamente de que la coincidencia provenía de nuestro origen social y que este condicionaba de manera tajante nuestro punto de vista. Nuestras intervenciones estaban cargadas de una especie de odio y orgullo de clase difícil de describir o teorizar. Un odio latente y primitivo pero presente en cada línea, ese tipo de rencor irracional que describía Frantz Fanon en el alma del colonizado en su monumental Los condenados de la tierra. Ese odio del que se sabe con una experiencia vital plagada de penurias o limitaciones económicas frente a un interlocutor que sabes que nunca las tuvo o que, a lo sumo, pisó un barrio obrero para hacer turismo social. Esa rabia que te empuja a querer gritarle algo parecido a «¡¡Pero qué me estás contando si lo más cerca que has estado de un pobre es una novela de Dickens!!». Un odio que en ocasiones es difícil de contener o amaestrar, lo que provoca situaciones tensas con gente a la que aprecias y, sobre todo, con la que compartes barco en esto que llamamos «izquierda transformadora». De la misma forma, y como la otra cara de la misma moneda, el origen social de las amistades con las que debatíamos estructuraba un discurso perfectamente identificable y ciertamente hegemónico –el de la izquierda académica– que inunda las aulas, las redes sociales y los medios de comunicación alternativos. Una hegemonía que, humildemente y cargados de razones, nos hemos propuesto combatir.
Pretendemos demostrar que el origen social condiciona los análisis, la metodología, las herramientas, etc., por mucho que nuestro objetivo sea el mismo y compartamos conferencia o manifestación. No somos los primeros en llegar a estas conclusiones pero consideramos que hay que recordar ciertas cosas, más en tiempos en que afirmarlas no está de moda. Pensamos que no es lo mismo ser comunista por principios que serlo por necesidad. Nunca es lo mismo. Para algunos, el marxismo es una herramienta de análisis de la realidad; para otros, es una necesidad vital, la única esperanza para transformar una realidad asfixiante. Por todo ello caímos en la cuenta de que, si algo necesita la clase obrera, es tener voz propia y visible. Nosotros no pretendemos erigirnos en portavoces de nuestra clase, sino más bien acometer una tarea que consideramos necesaria: contribuir desde nuestra trinchera a una mayor comprensión de qué está pasando con la clase obrera, combatiendo los discursos que solamente la arrinconan o ridiculizan. Nos mueve un ansia de justicia. En el mundo mediático y académico abundan los que hablan en nuestro nombre, pero escasean los análisis desde la clase obrera, para la emancipación de la clase obrera. Sols el poble salva al poble, gritaba el grupo KOP. O, si nos ponemos más clásicos y eruditos, citando a Marx en su Encuesta Obrera de 1880 «… solamente ellos [los obreros], y no redentor alguno elegido por la providencia, son capaces de aplicar los remedios enérgicos contra la miseria social que sufren».
Tres elementos convergieron y coincidieron en el tiempo y, de alguna manera, nos empujaron a ponernos manos a la obra y echarnos a la espalda nada más y nada menos que toda una clase social.
El primero surge de uno de esos debates vía Facebook en el que un profesor de Sociología apuntó que no entendía el concepto «orgullo de clase»; que pertenecer a una clase u otra era una cuestión de azar porque nadie puede prever ni decidir dónde nacerá cada uno. Nos tirábamos de los pelos. ¿Cómo explicarle a alguien que uno siente un orgullo infinito por provenir de una clase que no tiene las manos manchadas del sudor ni de la explotación ajenos? ¿Cómo describir ese orgullo defensivo de los que han sido secularmente ninguneados y estigmatizados?
El segundo motivo fue la aparición del libro Chavs. La demonización de la clase obrera, de Owen Jones. Para la gente con la que solemos discutir fue poco más que un estudio interesante (de hecho, en un medio activista a priori afín, como es Diagonal, fue particularmente criticado); para nosotros fue tocar el cielo, nos dimos verdaderos golpes en el pecho de emoción, rabia y orgullo. No podíamos dejar de asentir con cada una de las anécdotas y los ejemplos de Jones. Sin embargo, la relación de la izquierda académica con Chavs es muy interesante; está dispuesta a asumir que ciertos planteamientos pueden ser válidos en el Reino Unido, pero pueden ser rechazados en el Estado español. Obviamente, si lo trasladamos a nuestra sociedad muchos de los miembros de esa izquierda académica no salen muy bien parados.
La tercera y última de las razones fue cuando otro profesor, de la Universidad Pompeu Fabra, subía y avalaba la famosa foto –que reproducimos en esta página– en la que se denunciaba que los canis, pobres, bakalas y otra gente de mal vivir se quedaba de botellón mientras el grupo de licenciados se veía forzado a emigrar. Siendo criticado por los que firman estas líneas, el citado profesor no eliminó la foto ni pidió disculpas, se reafirmaba en sus posiciones, la fotografía continúa en su muro de Facebook… Poco después purgaba a ambos autores tras una discusión en la que defendimos a Cuba, los metarrelatos y la idea de revolución. Existen sujetos que se esfuerzan en denunciar el estalinismo con tanto ahínco que a veces olvidan que albergan un pequeño Stalin en su interior… Para más inri, semanas después aparecía la noticia de un macrobotellón que congregaba a 12.000 universitarios. Decidimos que ya era suficiente.
Nuestras reflexiones, sí, pretenden comprender y defender a los de arriba de la foto, los que sostienen el cubata, aquellos que no han podido o querido estudiar una carrera y tampoco hablan tres idiomas. No por nada en especial, es que sencillamente son nuestros amigos, vecinos, compañeros de trabajo o familiares. ¿Acaso el hecho de no haber estudiado los hace inferiores? ¿Se puede defender semejante elitismo desde la izquierda? Nosotros nos proponemos ir más allá de los clichés que repiten incluso personas de gran bagaje cultural y supuesta sensibilidad social. Nos negamos a asumir la culpabilización de los individuos sin analizar cuáles son las estructuras sociales en las que estos se desenvuelven y que los condicionan en grado sumo, como veremos a lo largo de los capítulos.
Por todo lo anterior, entre otros motivos, este libro nace del orgullo de clase, concepto pasado de moda que rebanó muchas gargantas de patrones y terratenientes hace no tantos años. El orgullo es el verdadero culpable de este proyecto. Ambos autores provenimos de hogares obreros; pese a ello, y rompiendo unas estadísticas que nos ubicaban fuera de la educación superior, alcanzamos estudios universitarios y hemos logrado desarrollarnos profesionalmente en entornos alejados de nuestros orígenes sociales. Por ello nos toca debatir siempre con gente que viene de la Universidad (hijos de padres universitarios, como muestran las cifras) y de un entorno familiar más acomodado ya que, lamentablemente, la presencia de hijos de la clase obrera en ciertos círculos o debates de índole teórica o política, es meramente anecdótica. Unos debates en los que, por cierto, nos han llegado a llamar «impostores» por tener estudios universitarios y hablar como clase trabajadora, como si el estudiar borrara las condiciones socioeconómicas de nuestras familias. Pareciera que si no se responde al prototipo existente de nuestra clase social –ser cani, aspirar a ser princesa de barrio o hablar con un léxico limitado– no se puede ser de clase obrera. El hecho de poder desempeñar más profesiones que nuestros padres, que no tuvieron estudios, se utiliza también como argumento para deslegitimarnos, o el hecho de habernos emancipado y ya no residir en nuestros barrios. Que nadie lo olvide: nosotros salimos del barrio, pero el barrio no, de nosotros. Esto es algo que esa gente no podrá entender nunca por mucho que citen a Baudrillard (la cuestión es que ni siquiera Baudrillard lo hubiera entendido jamás). Algunos incluso argumentarán que somos el vivo ejemplo del «sí se puede» y la movilidad social, de que esforzándote puedes conseguir lo que quieras, hasta estudiar, incluso en el extranjero, a pesar de ser de familia humilde. Aunque pueda sonar poco modesto, nosotros nos consideramos especiales pero no por ser el ejemplo del «sí se puede», sino porque pensamos que contamos con una perspectiva más amplia, al haber conocido el mundo obrero y su cultura, pero también el mundo académico y su endogamia, su falsa meritocracia, sus gurús y su clientelismo. Muchos de los que leerán estas líneas, no. Cursaron estudios universitarios porque es lo que se esperaba de ellos, sus padres lo hicieron. El sistema se reproduce gracias a ellos. Para los que estudiar fue la norma y no la excepción, es difícil entender lo que es tener un hermano que abandona los estudios en cuarto de la ESO, o al que lo expulsan de su colegio antes de acabarla diciéndole que «total, no sirves para nada, vas a acabar descargando camiones en el mercado». Tampoco saben lo que es venir de un entorno donde estudiar está mal visto, o vivir en un barrio que te hace sentir culpable o avergonzado hasta el punto de mentir sobre tu procedencia, como hace mucha gente de barrios marginados.
Nuestras bisabuelas y abuelas limpiaban en la casa del señorito en una época en la que el fordismo todavía no había explotado; nunca llevaron un mono azul ni trabajaron en una cadena de montaje, pero siempre se identificaron con la clase obrera. Hoy –en boca de cierta izquierda académica– una limpiadora no pertenece a la clase obrera, se trata de un «nuevo sujeto» emergente o «precariado intelectual» al que le es imposible identificarse con la clase obrera. Obviamente es muy difícil que se identifique con la clase obrera si, desde la propia izquierda, se niega y hace desaparecer el concepto teóricamente, con el beneplácito de los medios de comunicación que contribuyen a desaparecerlo mediáticamente. Sigue siendo una asalariada como la de principios del siglo XX pero, por una parte, el sistema mediático le dice que debe avergonzarse de identificarse con la clase obrera, ya que la clase obrera es Belén Esteban ejerciendo de bufón o los jóvenes musculados de Gandía Shore. Por otra parte, una legión de académicos le grita en todos los canales que la clase obrera ha desaparecido, que es un anacronismo, que tu deber es forjar una nueva identidad en base al género, la raza, la tendencia sexual, el barrio, el 99 por 100, la región donde vives y otros factores y especificidades propias del multiculturalismo (que también abordaremos en profundidad). La mejor manera de combatir algo, es negar su misma existencia. En realidad el conflicto identitario es mucho más complejo y difícil de clarificar. Hoy, una limpiadora sin estudios, hija de fontanero, es clase obrera tradicional. ¿Una licenciada con dos idiomas, hija de padres con profesionales liberales, que limpia o sirve mesas para ahorrar e irse a Alemania, de las que gritan «no nos vamos, nos echan», es un nuevo sujeto emergente? Un joven peruano (o español sin estudios) que friega platos en McDonald’s es clase obrera en estado puro. ¿Un joven con dos carreras y un máster que friega platos en un McDonald’s de Londres es precariado intelectual? De ser así, el sesgo clasista sería verdaderamente insultante. Pudiera parecer que a la clase media no le gusta ser clase obrera y hará cualquier cosa por desvincularse de ella aunque, con Marx en la mano, sean tan clase obrera como la hija de un fontanero. Es muy lógico por otra parte: no han estudiado dos carreras para ser friegaplatos. De la misma forma que no es lo mismo ser marxista por principios que por necesidad, tampoco es lo mismo visitar la clase obrera temporalmente que nacer en ella y saber que tus posibilidades de salir de ella son muy reducidas. Lo interesante es que el llamado «nuevo sujeto» es el que se está movilizando mientras que la obrera, que sabe que nunca saldrá de obrera, brilla por su ausencia en las movilizaciones. No obstante y pese a todo, resulta curioso que un concepto haya desaparecido cuando diariamente, y sin descanso, se lo criminaliza hasta niveles casi grotescos.
Es difícil lanzarse a un estudio en torno a la clase obrera cuando para muchas personas –desde neoliberales a sueldo de think tanks, a académicos de izquierda– se trata de un concepto obsoleto incapaz de representar a ningún colectivo social más allá de la plantilla de la SEAT o de un puñado de trabajadores de astilleros levantando barricadas. Ríos de tinta (y muchas nóminas) se han destinado a extirpar la identidad de clase de los trabajadores; la operación se ha hecho con toda la artillería y a conciencia, como solo sabe hacerlo la clase dominante. Bajo nuestro punto de vista la clase obrera no ha desaparecido; ha sido desaparecida. Por un lado tenemos la mentira de la clase media, que no es más que un subdesarrollado Estado de bienestar basado en el consumo y el crédito, sumado a una invisibilización y criminalización por parte de los mass media.
Por otra parte, el segundo culpable –además del propio statu quo del sistema que quiere reproducirse– es la izquierda académica, obsesionada con la aparición del postfordismo (terciarización, precariedad, flexibilidad) como verdugo y sepulturero inequívoco de la clase obrera. El razonamiento es fácil de desmontar por una sencilla razón: la clase obrera existía antes que el propio fordismo, de hecho Marx y Engels (unos tipos que sabían algo de la clase obrera) no conocieron el fordismo. Ciertamente, la clase obrera ha sufrido muchas transformaciones desde 1973, pero no encontramos ninguna con el suficiente peso como para que los asalariados dejen de ser considerados clase obrera o clase trabajadora. Vemos más una maniobra-estrategia que responde a unos intereses concretos (de clase, por cierto) y a la naturaleza inequívoca de la academia por reformular –hasta el infinito– como mecanismo autorreproductivo: es poco interesante escribir tesis para decir lo que otros ya dijeron.
Y, en tercer lugar, no podemos olvidar la gran responsabilidad de la mayoría de los líderes políticos y sindicales de la izquierda post-Transición/transacción, quienes han contribuido con ahínco al ostracismo de la clase obrera, tanto dejándola de lado en su léxico como, sobre todo, en sus programas y en sus políticas, lo que se ha traducido en una desafección de los trabajadores hacia unos políticos que no los representan y unos sindicalistas que, salvo honrosas excepciones, parecen más preocupados en su propia subsistencia que en la defensa de los intereses del proletariado. El mayor escarnio proviene del PSOE, el partido que ha perpetrado la mayor traición a la clase trabajadora en nuestro país, pero que irónicamente sigue conservando la O de obrero y la S de socialista en sus siglas. Pero la izquierda transformadora, abandonando el barrio y el centro de trabajo como frente de lucha, explica muy bien la pérdida de músculo político de la clase obrera.
Demostraremos también que la escuela y la supuesta Universidad de masas no son la cuna de la meritocracia ni el mecanismo que, de alguna manera, equilibra la enormes diferencias sociales de nuestra sociedad sino que, como demostró Bourdieu en los años sesenta, no es más que un mero trámite para las clases medias y altas: la elección de los elegidos. Son siempre las condiciones materiales las que determinan el acceso y la relación del individuo con la cultura. Denunciaremos que la educación no es un vehículo de movilidad social sino que, paradójicamente y de un modo edulcorado y velado, reproduce, gestiona y perpetúa esas mismas diferencias. Para describir la actividad y funcionamiento de nuestro modelo educativo tendremos muy en cuenta la dinámica y naturaleza del sistema capitalista de producción: relaciones sociales bajo el amparo de una jerarquizada división del trabajo, jerarquía diseñada a su antojo por los dueños de los medios de producción. Las similitudes entre la educación y el mundo de trabajo resultan evidentes ya que, tanto la escuela como la empresa se estructuran del mismo modo: se trata de un sistema jerárquico y disciplinado de autoridad. En resumidas cuentas, denunciaremos que la Ley Wert es terrible, pero igual o más terrible es que un sector de la población tenga vetado el acceso a los estudios superiores por un techo de cristal y, sencillamente, no ocurra nada.
No podríamos concluir este estudio sin analizar en profundidad la relación caciquil que los grandes medios de comunicación de masas mantienen con la clase obrera, desde la parodia y espectacularización vía talk shows como El Diario de Patricia, realities tipo Gran Hermano, Princesas de barrio o Gandía Shore, o su completa invisibilización en telediarios y la publicidad comercial. Estudiaremos con detenimiento cómo el cine español ha representado a la clase obrera haciendo paradas obligatorias en títulos de Fernando León de Aranoa y Eloy de la Iglesia. De la misma forma, y en un ejercicio de agravio comparativo, confrontaremos el modelo de Estopa y Camela como grupos musicales de masas frente al modelo Radio 3. También analizaremos y compararemos el tipo de artistas y público que generan macrofestivales como el FIB y el Viña Rock o el Aúpa Lumbreiras o por qué la música latina (especialmente el reggaeton) sufrió un verdadero linchamiento público consistente en una mezcla de histeria y odio de clase aderezado con altas dosis de racismo y xenofobia, cuando las letras de Amaral o El Canto del Loco son igualmente machistas en su totalidad, un machismo, además, de tipo velado y latente, mucho más difícil de percibir y por tanto mucho más peligroso.
Por último y a modo de conclusión, intentaremos arrojar luz en cuestiones como hacia dónde se dirige la clase obrera, qué papel está desempeñando en las movilizaciones recientes o cómo debería construir nuevos discursos y referentes visibles que la hagan sentir orgullosa de sí misma y sirvan para aglutinar la voluntad de cambio sin entregar la hegemonía discursiva a la clase media. (No porque despreciemos a la clase media sino porque entendemos que la ausencia de un estallido revolucionario, pese a las condiciones materiales objetivas existentes en la actualidad, se debe a esa participación marginal de la clase obrera en la lucha.) La huelga de limpieza del metro de Madrid, las movilizaciones de los conductores de autobús de Barcelona, los mineros, Estopa y las verbenas de barrio o de pueblo, el SAT y los jornaleros andaluces, o los Bukaneros, son ejemplos vivos que ponen de manifiesto las prisas con las que algunos se apresuraron a celebrar el entierro de la clase obrera.
Una clase trabajadora que se busca pero no se encuentra, que se quiere y se odia, que duerme quieta, parada, invisible. Pero que, debajo de una superficie de neologismos y carnaval postmoderno de identidades, está ahí amenazante y extraña como un problema que muchos prefieren aparcar hasta que se resuelva solo. No saben lo que hacen.
Somos muy conscientes y estamos seguros de que este estudio va a generar no pocas polémicas, pues aborda un tema, el de la clase social, en el que muchos académicos, y hasta militantes, no se sienten cómodos. Nada más lejos de nuestra intención. Este libro está pensado en gran parte para ellos, sobre todo para los que, estando en la academia o en la militancia activa, sienten –como nosotros– que la reflexión sobre las clases sociales ha sido retirada de la agenda y debe ser retomada. Nos gustaría, además, que este libro se debatiera en las aulas universitarias, en las células y grupos de base de las organizaciones políticas revolucionarias y reformistas, en los institutos, con la familia pero, por encima de todo, nos gustaría que este libro se debatiera en los barrios. Que lo leyeran esos jóvenes que la prensa y la academia mal llaman «ninis», y, los currelas de barrio sin estudios universitarios, que se identificaran y encontraran argumentos para defenderse ante los ataques clasistas que padecen; ese sería sin duda el mayor de nuestros éxitos. Pero sabemos que es un propósito difícil teniendo en cuenta que la mayoría de nuestros vecinos, familiares y amigos no han leído en su vida un libro de ensayo. Quizá todavía más difícil porque este libro, aunque no pretenda ser un libro académico sino un libro de agitación política –al más puro agitprop soviético–, tiene que adoptar un tono académico en algunas de sus partes que puede ahuyentar a los que no estén familiarizados con la densidad del formato, precisamente para debatir con esa izquierda académica a la que queremos hacer reflexionar sobre su rol. Densidad en el contenido tal vez, que no en las formas, pues nos encontramos lejos de la sintaxis y la palabrería postmoderna que tanto gusta a cierta elite intelectual. Ni que decir tiene que hemos intentado plantear nuestras ideas de la manera más sencilla posible, que no debe ser confundida con el simplismo. Aun así, por desgracia, los debates académicos siguen estando muy lejos de la realidad de los que madrugan todos los días para levantar el país y de aquellos a los que el sistema ha usurpado su derecho al trabajo. Esperemos que esto, igual que la visión folklórica de la clase obrera, cambie algún día también.
Sabemos que nos van a llamar de todo: trasnochados, iluminados, mentes de pensamiento binario, estalinistas anclados en el Triásico y nostálgicos apolillados. No nos importa, más polémico es que existan barrios con un 88 por 100 de fracaso escolar y se hable de generaciones mejor preparadas de la historia. También nos acusarán de agoreros y sectarios, de que no es momento, justo ahora que nuestro país vive la mayor ola de movilizaciones en 30 años, de sacarle punta a las cosas, de poner la lupa, de tocar las narices con lo que ellos consideran nimiedades. Son los mismos que, nacidos a partir del 78, critican con vehemencia la Transición y los Pactos de la Moncloa, pero que, de haberlos vivido en persona, los hubieran apoyado: es lo que tenemos, el pueblo tiene miedo, si sacamos la gente a la calle va a ser una carnicería, hay que ser prudentes… y demás peroratas que justificarán (y justificaron) su pragmatismo obsesivo y su apego a la realidad existente. Un pragmatismo apriorístico y no basado en la correlación de fuerzas existente.
Son los mismos que no se inmutan o, en el mejor de los casos, se compadecen por pura solidaridad de clase cuando aparece un titular como este: «Uno de cada cuatro “sin techo” tiene estudios universitarios». Mendigos ha habido siempre, de hecho la mayoría carece de estudios superiores –un 76 por 100–, pero eso nunca fue noticia. Es lógico y normal que la marginalidad se encuentre formada por gente que no terminó sus estudios. La clase media sabe cuidar de los suyos, y de la misma forma que teoriza que un hijo de abogado con máster que trabaje de camarero en Londres no es clase obrera sino precariado intelectual, que haya un 24 por 100 de sin techo universitarios es un verdadero drama que hay que atajar. La misma gente que nos va a repudiar es la que aplaude noticias de esta otra índole pero en la misma línea: «Elecciones Venezuela 2013: Nicolás Maduro, de conductor de autobús a Presidente», donde nos recuerdan con saña que «Maduro nunca terminó el bachillerato». ¿Dónde se ha visto que un obrero sin estudios superiores pueda dirigir las riendas de la nación? La función de las «clases bajas» es obedecer, no dirigir. Esa misma gente que nos va a linchar, es la misma izquierda elitista que opina que Maduro y Morales son válidos para Venezuela y Bolivia, pero, en cambio, Gordillo o Cañamero no valdrían para el Estado español ya que, en su opinión, no sabrían conectar con las capas urbanas/cosmopolitas/precarias/ intelectuales. El razonamiento que subyace en este planteamiento es peligroso, y oscila entre un eurocentrismo latente y un elitismo académico ciertamente cuestionable: un sindicalista vale para un país lleno de indios y de pobres, pero un jornalero no vale para la España de la UE con la generación mejor preparada de la historia. Razonamiento clasista que se desmonta fácilmente viendo cómo Don Diego Cañamero, jornalero y andaluz sin estudios que trabaja en el campo desde los 12 años, puso en pie el acto central de las CUP en su cierre de campaña en el corazón de la cosmopolita Barcelona. Como veremos a lo largo del libro, a veces el clasismo se reviste de elitismo académico.
Lejos de nuestra intención queda el idealizar o glorificar a la clase obrera. Como miembros de ella la conocemos bien, y sabemos de sus defectos y debilidades: vulgar, ordinaria, apática, apolítica, cafre, violenta, pícara, individualista y renuente a la organización en su versión más lumpen… La lista sería infinita. Y pese a ello y a pesar de todo, con un potencial temible cuando se organiza. No en vano, uno de los objetivos principales para la clase dominante ha sido, a lo largo de la historia, impedir la organización de la clase obrera en términos revolucionarios. La tesis principal del libro no es mitificar a esta clase trabajadora, ideologizada o no, sino hacer ver que sin ella no hay transformación posible, que no podemos permitirnos el lujo de no movilizarla, por mucho que cueste. Sin su movilización, la lucha se queda en grupos atomizados que se movilizan por recuperar lo perdido, por volver a poder consumir y vivir con la tranquilidad con la que se hacía antes, sin cuestionar la apropiación del excedente de los trabajadores en forma de plusvalía ni la sangrante desigualdad resultante, implícita a este sistema de exacción llamado capitalismo. Sin su movilización, solo somos Winston Smith en 1984 (Orwell), impotente al saber que no puede despertar a los proles, embotados en el alcohol y la ilusión de la lotería.
También denunciaremos con virulencia a los que, pese a provenir de hogares obreros, se dejan llevar por la inercia (y caen en la espiral de silencio que teorizó Noelle-Neumann) haciendo suyos unos planteamientos, que les son ajenos, en aras de conseguir el puesto en el partido, el sindicato, la facultad o la televisión. Para nosotros, son los peores.
El capitalismo, a diferencia de Roma, sí que paga a los traidores.
La clase obrera no va al paraíso. Crónica de una desaparición forzada
Aunque para muchos líderes políticos, periodistas o académicos hablar de la clase obrera en la actualidad resulte un anacronismo y esté pasado de moda, este libro pretende reivindicar la vigencia social y la importancia política de una clase que tiene en sus manos la posibilidad de la transformación social, aunque no siempre sea consciente de ello. Con el desparpajo y el sarcasmo de un rapero que fue ocho años soldador de mono azul y la sapiencia adquirida por una joven de barrio obrero que hasta pidió préstamos para poder estudiar «por encima de sus posibilidades» en el extranjero, se nos muestra la radiografía de la clase obrera en nuestro país, las transformaciones que ha experimentado en el ámbito económico y su relación con la cultura: desde su negación en el cine y su invisibilización en la publicidad, hasta su linchamiento y caricaturización en televisión. Su presencia minoritaria en la Universidad de masas, su tormentosa relación con la academia y, no menos importante, su estrecha y a veces distante sinergia con los partidos de izquierda tradicionales. Sin paternalismo pero también sin concesiones, como solo el orgullo de clase de quien nació en la clase obrera (y no la visitó como turista) es capaz de lograr.
Ricardo Romero (Nega)
Ricardo Romero Laullón (Valencia, 1978) es vocalista y productor en el grupo de hip hop Los Chikos del Maíz. Estudió Comunicación Audiovisual en la Universidad de Valencia y fue soldador e instalador de gas y calefacción durante cerca de ocho años. También ha desempeñado trabajos como mozo de almacén o camarero. Ha escrito junto a Pablo Iglesias ¡Abajo el régimen! y participado en un libro colectivo, Cuando las películas votan, con una retrospectiva sobre Godard y el cine militante. Actualmente escribe con regularidad en medios como La Marea o Público. Habitual en charlas y foros de la izquierda transformadora, colabora con movimientos sociales como la PAH de Valencia, el sindicato Acontracorrent o con programas como La Tuerka o Fort Apache.
Arantxa Tirado
Arantxa Tirado Sánchez (Barcelona, 1978) es politóloga especializada en Relaciones Internacionales por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) y en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En la adolescencia empezó a militar en la izquierda transformadora. Ha compatibilizado sus estudios con el trabajo, como becaria en la administración pública (y en la empresa privada), bibliotecaria, analista política, técnica sindical, administrativa, camarera o vendedora de zapatos. Actualmente es investigadora doctoral en la UNAM.