Fragmento escogido de Primero como tragedia, después como farsa de Slavoj Zizek.
Si se han podido inyectar miles de millones de dólares en el sistema bancario mundial en un intento desesperado por estabilizar los mercados financieros, ¿por qué no se han podido unir las mismas fuerzas para afrontar la pobreza mundial y la crisis medioambiental?
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Hay dos características que hacen que esta historia sea tan sorprendente: la primera que una estrategia básicamente tan simple y bien conocida fuera capaz de tener éxito en el actual campo de la especulación financiera, supuestamente muy complejo y controlado; la segunda es que Madoff no era un excéntrico marginal, sino una figura del mismo corazón del establishment financiero de Estados Unidos (Nasdaq), implicado en numerosas actividades caritativas. Por ello habría que resistir los numerosos intentos de patologizar a Madoff, presentándolo como un sinvergüenza corrupto, un gusano podrido del saludable manzano. ¿No ocurre, por el contrario, que el caso Madoff constituye un ejemplo extremo, pero por ello puro, de las causas del propio colapso financiero?
Aquí hay que hacer una pregunta ingenua: ¿no sabría Madoff que, a largo plazo, su plan estaba destinado a desmoronarse? ¿Qué fuerza le impidió ver esta evidente perspectiva? No fueron sus propios vicios personales o su propia irracionalidad, sino más bien una presión, un impulso interior para seguir adelante, para expandir la esfera de la circulación que mantiene a la maquinaria funcionando y que está inscrita en el propio sistema de relaciones capitalistas. En otras palabras, la tentación de «transformar» negocios legítimos en un plan piramidal es parte de la propia naturaleza del proceso de circulación capitalista. No hay un punto exacto en el que se cruzó el Rubicón y el negocio legítimo se transformó en un plan ilegal; la misma dinámica del capitalismo nubla la frontera entre inversión «legítima» y especulación «salvaje» porque la inversión capitalista es, en su misma esencia, una apuesta de riesgo sobre la rentabilidad del plan, un acto consistente en tomar prestado del futuro. Un repentino cambio incontrolable de las circunstancias puede arruinar una inversión supuestamente «segura»; esto es lo que pone en marcha el «riesgo» capitalista. Y, en el capitalismo «posmoderno», la especulación potencialmente ruinosa alcanza un nivel mucho más elevado de lo que era imaginable en periodos anteriores.
Durante los últimos meses figuras públicas, empezando por el papa, nos han bombardeado con mandamientos para pelear contra la cultura de la avaricia y del consumo excesivo. Este vergonzoso espectáculo de moralización barata es una indudable operación ideológica: la compulsión (por expandirse) que está inscrita en el propio sistema se traduce a una cuestión de pecado personal, una propensión psicológica privada: en última instancia, la autopropulsora circulación del capital permanece así, más que nunca, lo Real de nuestras vidas, una bestia que por definición no puede ser controlada, ya que ella misma es la que controla nuestra actividad, dejándonos ciegos incluso frente a los peligros más evidentes a los que nos exponemos. Es una gran negación fetichista: «Sé muy bien los riesgos a los que me estoy exponiendo, incluso la inevitabilidad del colapso final, pero, no obstante… [Puedo posponer un poco más el colapso asumiendo un poco más de riesgo, y así indefinidamente]». Es una «irracionalidad» autocegadora estrictamente correlativa con la «irracionalidad» de las clases bajas que votan en contra de sus propios intereses y, sin embargo,otra prueba del poder material de la ideología. Como el amor, la ideología es ciega, incluso si la gente atrapada en ella no lo es.