La imagen del caballero o del noble en el Medievo está indisolublemente ligada a la simbología heráldica. ¿Alguien es capaz de imaginarse a alguno de estos personajes sin sus escudos, armas y estandartes? No obstante, a veces entendemos más la simbología heráldica como una estética propia de una época que su verdadera utilidad y/o significado. Para la nobleza, lucir distintivos heráldicos resultaba fundamental, por cuanto eran un medio para transmitir su procedencia, su estatus y su posición. Tal era su importancia que el permiso para «portar armas» sólo podía concederlo el rey. Esta potestad regia levantó ampollas en el siglo xv, época en la que muchos hombres de bajo linaje ascendieron formando parte de una nueva nobleza; algo que no gustó a la rancia aristocracia que defendía aquello de que «el noble nace, no se hace». Gracias a esta circunstancia han llegado hasta nosotros multitud de tratados teóricos sobre el origen de la nobleza y de la caballería, así como las más bellas descripciones de armas e insignias de época medieval.
Como signo externo de estatus y dignidad que era, la nobleza aprovechaba cualquier momento y elemento para exhibir la parafernalia heráldica. Así, no sólo podía contemplarse en la indumentaria militar, sino también en vestidos y equipamientos festivos o deportivos (en hombres y en mujeres), en útiles del hogar e incluso en las cubiertas de los libros, donde ordenaban grabar sus propios escudos. Bien es verdad que, en determinadas circunstancias, la necesidad de identificarse, de distinguirse del otro, se convertía en necesidad primordial. ¿Cómo reconocer en un enfrentamiento a un determinado caballero blindado en su armadura si no fuera por estos distintivos? En la batalla, los ejércitos se acompañaban de estandartes para ser en todo momento reconocidos, aunque cada noble, independientemente, llevase los suyos para mostrar su identidad. La simbología era variada a la par que coincidente en algunas ocasiones, puesto que algunos elementos tenían amplia difusión y utilización: el león, el dragón, la flor de lis… Obsérvese en la ilustración de la batalla de Agincourt, procedente de la Crónica de San Albán, cómo los estandartes de los ejércitos francés e inglés compartían la flor de lis.
El inglés está cuartelado con las armas de Inglaterra, las que Ricardo Corazón de León pasó a utilizar desde 1198 al añadir a su anterior escudo de armas un tercer león por el ducado de Aquitania. Los otros dos cuarteles lucen las flores de lis, que Eduardo III incorporó aludiendo a su reivindicación del trono francés. Efectivamente, las mismas flores de lis que exhibe el estandarte derribado en el campo de batalla, el del ejército franco que, en Agincourt, cayó derrotado. Como podemos intuir, en muchas representaciones, sean escenas de batalla, lúdicas o políticas, la simbología heráldica proporciona valiosísima información a partir de la que poder interpretar lo que se observa, y lo que no se observa.