«Estamos viviendo tiempos salvajes. Es difícil para la gente de nuestra generación adaptarse a la nueva situación. Pero a través de esta revolución, nuestras vidas se purificarán y las cosas mejorarán para los jóvenes.»
S. Semyonov, primavera de 1917
Su estallido dividió el mundo en dos; más aún, dividió el imaginario social sobre el mundo en dos. Por un lado, el mundo existente con sus desigualdades, explotaciones e injusticias; por otro, un mundo posible, de igualdad, sin explotación, sin injusticias: el socialismo. Sin embargo, eso no significó la creación de un nuevo mundo alternativo al capitalista, sino el surgimiento, en las expectativas colectivas de los subalternos del mundo, de la creencia movilizadora en que era posible alcanzarlo.
La revolución soviética de 1917 es el acontecimiento político mundial más importante del siglo XX, porque cambia la historia moderna de los Estados, escinde en dos y a escala planetaria las ideas políticas dominantes, transforma los imaginarios sociales de los pueblos devolviéndoles su papel de sujetos de la historia, innova los escenarios de guerra e introduce la idea de otra opción (mundo) posible en el curso de la humanidad.
Con la revolución de 1917, lo que hasta entonces era una idea marginal, una consigna política, una propuesta académica o una expectativa guardada en la intimidad del mundo obrero, se convirtió en materia, en realidad visible, en existencia palpable. El impacto de la Revolución de Octubre en las creencias mundiales –que son las que al fin y al cabo cuentan a la hora de la acción política– fue similar al de una revelación religiosa entre los creyentes, a saber, el capitalismo era finito y podía ser sustituido por otra sociedad mejor. Eso significa que había una opción diferente al mundo dominante y, por tanto, había esperanza; en otros términos, había ese punto arquimediano con el que los revolucionarios se sentían capaces de cambiar el curso de la historia mundial.
La Revolución rusa anunció el nacimiento del siglo XX, no solo por el cisma político planetario que engendró, sino sobre todo por la constitución imaginaria de un sentido de la historia, es decir, del socialismo como referente moral de la plebe moderna en acción. Así, el espíritu del siglo XX fue revelado para todos; y, desde ese momento, adeptos, opositores o indiferentes tendrán un lugar en el destino de la historia.
Pero así como sucede con toda «revelación», la revelación cognitiva del socialismo como opción realizable vino acompañada por un agente o entidad canalizadora de este des-cubrimiento: la revolución.
Revolución se convertirá en la palabra más reivindicada y satanizada del siglo XX. Sus defensores la enarbolarán para referirse al inminente resarcimiento de los pobres frente a la excesiva opresión vigente; los detractores la descalificarán por ser el símbolo de la destrucción de la civilización occidental; los obreros la convocarán para anunciar la solución a las catástrofes sociales engendradas por los burgueses y, a la espera de su advenimiento, la usarán –al menos como amenaza– para dinamizar la economía de concesiones y tolerancias con la patronal, lo que dará lugar al Estado de bienestar. En contraparte, los ideólogos del viejo régimen le atribuirán la causa de todos los males, desde el enfrentamiento entre Estados y la disolución de la familia, hasta el extravío de la juventud.
En los debates filosóficos y teóricos, la revolución será para unos la antesala de una nueva humanidad por venir, el estruendo que desata la creatividad autoconsciente y autodeterminada de la sociedad. En cambio, para la curia del viejo régimen, será la anulación de la democracia y la encarnación diabólica de las oscuras fuerzas que intentan destruir la libertad individual. Sin embargo, lejos de vislumbrar una degeneración del debate, esta derivación religiosa de los argumentos en pro o en contra de la revolución refleja el profundo enraizamiento social que desató el antagonismo revolución/contrarrevolución, que incluso llegó a movilizar las fibras morales más íntimas de la sociedad.
En definitiva, la revolución (ese hecho político-militar de las masas que toman por asalto el poder político, esa insurrección armada que demuele el viejo Estado y levanta el nuevo orden político) será la intermediaria privilegiada y portadora de una opción realizable de mundo. Y alrededor de este suceso se construirá toda una narrativa de producción de la historia futura, con tal fuerza que será capaz de movilizar las pasiones, sacrificios e ilusiones de más de la mitad de los habitantes de todos los continentes.
Álvaro García Linera es Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia. Su vida está marcada por la lucha por el poder de los pueblos indígenas y las clases trabajadoras. Se autoidentifica como “marxista clásico”.
El texto de esta entrada es un fragmento del capítulo «Tiempos salvajes» del libro “La Revolución rusa cien años después”
1917. La Revolución rusa cien años después
La Revolución rusa fue el acontecimiento más trascendental del siglo XX. El asalto al Palacio de Invierno de Petrogrado en octubre de 1917 fue vivido como la materialización inesperada de una utopía largamente perseguida: la de la ocupación del poder por parte del proletariado y la construcción de una nueva sociedad sin clases. El acontecimiento espoleó conciencias, amplió el horizonte de expectativas de las clases populares e inspiró revoluciones y regímenes políticos por todo el mundo. También desató el pánico y la reacción virulenta de sus posibles damnificados y la hostilidad de quienes, aun simpatizado con su arranque, no compartieron su devenir.
A radiografiar este magno acontecimiento y sus consecuencias –políticas, sociales y culturales–, la evolución del mundo surgido de ella y el mito y la memoria de la revolución en la actualidad se consagra 1917. La Revolución rusa cien años después, una visión poliédrica, diversa y coral, de la revolución y el siglo que engendró.