Mike Davis
Los ricos de las zonas urbanas de África, el sur de Asia y gran parte de América Latina están descarada y criminalmente cuasi exentos de impuestos por los gobiernos locales. Más aún, a medida que la crisis presupuestaria de las ciudades ha sido enjugada finalmente mediante la introducción de impuestos indirectos regresivos y tasas sobre los usuarios (que en Ciudad de México, por ejemplo, suponen el 40 por 100 de los ingresos), la carga fiscal ha recaído paulatinamente cada vez más sobre los pobres. En un análisis comparativo poco común de la administración fiscal en diez ciudades del Tercer Mundo, Nicks Devas encuentra un modelo regresivo consistente, sin ninguna muestra seria de intentar evaluar y recaudar impuestos de los sectores más acomodados.
Parte de la culpa recae sobre el FMI, que en su papel de perro guardián financiero del Tercer Mundo, defiende en todas partes el establecimiento de tasas e impuestos sobre los servicios públicos, pero no propone nunca contrapartidas para gravar la riqueza, el consumo ostentoso o los patrimonios. Al mismo tiempo, las cruzadas del Banco Mundial en pos del «buen gobierno» socavan esas mismas posibilidades habida cuenta de que rara vez apoyan una política de impuestos progresivos sobre las rentas.
Tanto el «furtivismo» como la fiscalidad sesgada son una muestra evidente de la poca influencia política que tiene la población sin recursos en todo el Tercer Mundo; especialmente en África, la democracia urbana es hoy por hoy la excepción más que la regla. Incluso en los lugares donde la población de las áreas urbanas hiperdegradadas tiene derecho al voto, raramente pueden utilizarlo para lograr una redistribución del gasto o de las cargas fiscales. El proceso de toma de decisiones se produce al margen del sufragio popular, mediante diversas estrategias estructurales que van desde la fragmentación política de la ciudad, el control de los presupuestos por parte de autoridades locales o nacionales y el establecimiento de organismos autónomos. En su estudio sobre la región de Bombay, Alan Jacquemin hace hincapié sobre la apropiación del poder local por parte de las autoridades encargadas de gestionar el desarrollo urbano, con la finalidad de construir modernas infraestructuras que permitan a los sectores ricos de las ciudades conectarse ellos, y solamente ellos, al mundo de la cibereconomía. Estas autoridades han «dinamitado las funciones de los gobiernos municipales elegidos en las urnas, que ya estaban bastante debilitadas por la pérdida de responsabilidades sectoriales y de recursos financieros y humanos, en favor de organismos creados ex profeso. Las necesidades expresadas por la población, sea en el barrio o en el municipio, no encuentran eco en ninguna parte».
Con un puñado de excepciones el Estado poscolonial ha traicionado totalmente sus promesas originales en relación con la pobreza urbana. Hay un amplio consenso entre los estudiosos del tema de que la política de vivienda realizada en el Tercer Mundo ha beneficiado esencialmente a las clases medias y altas que esperan pagar impuestos bajos a cambio de niveles altos de servicios municipales. En Egipto, Ahmed Soliman concluye que «la inversión pública en vivienda se ha malgastado ampliamente», con el resultado de que «unos veinte millones de personas viven actualmente en casas que son peligrosas para su salud o su seguridad».
Nandini Gooptu describe la situación similar que se produce en India con la inversión de las políticas a favor de los pobres de Gandhi.
En última instancia, las grandes concepciones sobre la transformación urbana se fueron desmoronando y domesticando para satisfacer los intereses inmediatos de las clases acaudaladas. En lugar de proyectos idealistas de regeneración social, los programas de planificación se desarrollaron como avenidas que colmaban los intereses y las aspiraciones de la propiedad y servían de instrumento a la creciente marginación de los pobres. La lucha contra la degradación se acercó peligrosamente a una batalla por el control de asentamientos y alojamientos y finalmente en una ofensiva contra los pobres mismos.
El texto de esta entrada es un fragmento del libro “Planeta de ciudades miseria” de Mike Davis, analista social, teórico urbano, historiador, activista político estadounidense y miembro del consejo editorial de la New Left Review.
Planeta de ciudades miseria
Según la ONU, más de mil millones de personas viven en ciudades miseria, en favelas, cerros, chabolas, cantegriles, campamentos y barriadas del Sur global. En este ambicioso y brillante libro, Mike Davis retrata la realidad de un vasto y horrendo almacén de seres humanos desterrados de la economía mundial en ciudades pobres hiperdegradadas. Desde la expansión de barriadas en Lima hasta las montañas de basura en Manila, la urbanización de las ciudades miseria se ha separado de la industrialización, e incluso del crecimiento económico.
El autor realiza una cuantificación de la aterradora producción en masa de la miseria que caracteriza a las ciudades contemporáneas y argumenta que el creci-miento exponencial de las ciudades miseria no es accidental, sino que es el resultado de una conjunción simultánea de la corrupción de las clases dirigentes, del fracaso institucional y de la acción del FMI y de los Programas de Ajuste Estructural (SAP), dirigidos a transferir la riqueza de pobres a ricos. Azote del sistema neoliberal, Davis desacredita el irresponsable mito de la salvación por uno mismo mostrando exactamente quién es expulsado del «capitalismo autosuficiente».
¿Son estas ciudades marginales, como la aterrorizada clase media victoriana imaginó, terribles volcanes a la espera de entrar en erupción?
«Los pasmosos datos recogidos en el libro golpean como verdaderos mazazos… un libro desgarrador.» Financial Times
«Si espera usted de este libro un tono apocalíptico –y quién no, ciertamente, pues cómo exponer si no el entuerto en que andamos metidos–, no hay nadie que lo explique mejor.» The Guardian