La imagen de Gauguin que, tras abandonar una acomodada vida burguesa con su familia en París, decide entregarse de lleno a la pintura y alejarse del mundo civilizado para encontrar un paraíso de ingenuidad y belleza en Tahití, aun teniendo ciertas coincidencias con la historia real, tiene también una considerable proporción de construcción, de ficción interesada. Precisamente por ello, los escritos de Gauguin –cartas, artículos, notas, memorias, libros…– adquieren una importancia crucial para un mejor acercamiento al personaje y al pintor.
Gauguin y su mito
Cuando intentamos reconstruir los hechos que conforman la biografía de Eugène Henri Paul Gauguin (1848-1903), pronto nos damos cuenta de hasta qué punto se trata de una vida poco convencional. A los acontecimientos e iniciativas protagonizadas por el propio Gauguin en vida se suman hechos anteriores a su nacimiento, que otorgan a su estirpe un halo de excepcionalidad.
En efecto, en sus antecedentes familiares se entremezclan el último virrey español del Perú, su tío abuelo don Pío Tristán Moscoso; una feminista y revolucionaria mítica, su abuela Flora Tristán; un hoy oscuro grabador de estampas de plantas y animales exóticos que, enloquecido, acabó encarcelado por haber querido violar a su hija, respectivamente André Chazal, abuelo paterno de Gauguin y Aline, madre de Gauguin; y, por último, un encendido republicano que, ante los acontecimientos de 1849 y presagiando el posterior golpe de estado de Napoleón III, decidió huir con su familia al otro lado del mundo para empezar allí una nueva vida, muriendo en el camino, en el extremo meridional de la remota Patagonia: el periodista de Le National, Clovis Gauguin, padre de Paul Gauguin.
Todos estos antecedentes, verdaderos en cuanto que históricamente constatables, constituyen ingredientes más que adecuados para una buena novela. Si a ellos añadimos algunos de los hechos más notables que jalonaron la vida del propio Paul Gauguin obtendremos en efecto el retrato de un personaje tan extraordinariamente atractivo como extravagante en el contexto de la Francia de la segunda mitad del siglo XIX. Me refiero a hechos como su estancia infantil en Perú, alojado en el palacio colonial de don Pío Tristán, en donde pudo entrever por primera vez ese desbordante paraíso tropical que después buscó toda su vida; sus viajes por mar a lo largo y ancho del planeta entre 1865 y 1871, enrolado en la Armada Francesa; su tensa relación con el mundo nórdico a partir de su matrimonio, en 1873 con la danesa Mette Sophie Gad; su clandestina, romántica y confusa implicación en la causa republicana española de don Manuel Ruiz Zorrilla en 1883; su participación en movimientos artísticos como impresionismo y postimpresionismo, de incalculable trascendencia para todo el arte moderno y de masiva aceptación por el público actual, y su relación con los pintores impresionistas y postimpresionistas, incluyendo el tormentoso y conocidísimo episodio de su estancia con Vincent Van Gogh en Arlés; por último, y sobre todo, su huida del mundo europeo y de todas las convenciones que ello suponía –incluida la familia– y, como consecuencia, sus célebres viajes y estancias, primero en Panamá y Martinica (1887), y posteriormente en la Polinesia Francesa, concretamente en Tahití (1891-1893 y 1895-1901) y luego en las Islas Marquesas (1901-1903), donde murió.
No es extraño, por tanto, que a lo largo de todo el siglo XX se hayan producido aproximaciones a la figura de Gauguin indistintamente desde el ámbito de la historia del arte –a través de exposiciones y publicaciones– o desde el campo de la literatura o del cine. Lo cierto es que partiendo de los extraordinarios datos biográficos conocidos de Gauguin, algunos historiadores, críticos, novelistas o cineastas han dado rienda suelta a su imaginación hasta crear una novela cuyo protagonista se convierte en un héroe romántico que, despreciando las riquezas y las comodidades de una desahogada posición en París, abandona la vida burguesa para dedicarse intensamente al arte. Prefería la libertad, la dedicación a la pintura y la pobreza, nos dicen, a la jaula de oro de su trabajo como corredor de bolsa y de su convencional vida familiar. Efectivamente, Gauguin había disfrutado de una cómoda posición económica que le había permitido, por ejemplo, realizar una pequeña pero notable colección de pintura y llevar una vida acomodada junto a su mujer y su creciente familia. Sin embargo, la versión épica de su renuncia a la vida social parisina olvida, por ejemplo, que Gauguin no era propiamente un corredor de bolsa, sino un empleado en la oficina del agente de bolsa Paul Bertin, amigo del tutor del pintor, Gustave Arosa. Algo mucho más creíble, si pensamos que cuando Gauguin comienza una ordenada vida burguesa en París en 1871 no era más que un marinero sin cualificación.
Por otra parte, la visión romantizada de la vida de Gauguin suele minimizar también la influencia que la crisis bursátil de 1882 y el consiguiente desmoronamiento de la actividad financiera tuvieron en su decisión de dedicarse por completo a la pintura, una actividad que venía desarrollando ya con cierta regularidad desde años atrás, en contacto con el círculo de los impresionistas y bajo el magisterio del anarquista Pissarro. En cuanto al abandono de su familia, sabemos que entre 1883 y 1885 trató de asegurar su subsistencia, primero en Ruán y luego en Dinamarca, aceptando diversos empleos que le permitían continuar con su pintura, hasta que finalmente, ante la incomprensión de su mujer y las dificultades que encuentra para introducirse en el medio artístico y social danés, decide volver a París llevándose a uno de sus hijos, Clovis, en lo que acabaría por ser una ruptura definitiva con su pasado.
La imagen de Tahití como paraíso
Lo cierto es que el propio Gauguin entreteje cuidadosamente verdad y mentira en escritos como Noa-Noa o como Antes y Después. (…) A través de las páginas de Noa-Noa podemos asomarnos a todos los tópicos sobre los que Gauguin construye la imagen paradisíaca de un mundo feliz en el que los nativos viven en perfecta armonía con la naturaleza. Algo que Gauguin no alcanzó a ver, puesto que para 1891, cuando Gauguin llega a Tahití, la colonización francesa había arruinado en gran parte el encanto arcádico de aquellos remotos parajes, alterando sus formas de vida y cultura tradicionales.
Por supuesto, el Tahití idílico que Gauguin nos presenta en Noa-Noa y que hoy asociamos a su arte tampoco era una invención suya. Al contrario, el pintor no hace sino continuar una línea que parte de la visión del buen salvaje que había planteado Rousseau, y que los relatos de viajes por países lejanos habían confirmado, descubriendo a los ojos de la cultura occidental un mundo en el que aún era posible intuir aquella idea de felicidad que había obsesionado al siglo XVIII. Cuando ya se había perdido la imagen exótica de América, escritos como el Viaje a Tahití de Bouganville despertaron la fascinación europea por aquella «Nueva Citerea», como él mismo la llamó. Su descripción de aquel lugar, en el que pasó sólo ocho días que bastaron para impregnar de nostalgia el resto de su vida, fue decisiva para la elaboración del mito de una isla bienaventurada en la que proyectar los sueños de occidente. (…)
Gauguin repetirá todos estos tópicos en sus escritos, y no solamente en Noa-Noa. Pero además, a lo largo del siglo XIX, la imagen de Tahití como paraíso había sido fomentada por otros medios, lo que influye asimismo en la visión de nuestro pintor. Desde la prensa, el Estado francés promovía, para favorecer sus intereses coloniales, la creencia en todo un conjunto de tierras lejanas que ofrecían ilimitadas posibilidades. En el terreno literario, un autor como Pierre Loti, cuyos libros alcanzaban considerable difusión en la época, basaba sus relatos en sus experiencias de viajero por todo el mundo. Uno de ellos, titulado El matrimonio Loti, cuenta precisamente las aventuras amorosas de un joven oficial de la marina en la Isla de Tahití con una joven nativa de catorce años, algo que encontrará vivas resonancias en los pasajes que escribe Gauguin refiriéndose a sus adolescentes vahinés. Curiosamente, aquel autor, entonces llamado oficialmente Julien Viaud, había compartido con Gauguin una desgraciada misión en el Báltico durante la guerra francoprusiana.
En efecto, en los relatos de viajes y escritos filosóficos del siglo XVIII, y posteriormente en las campañas oficiales y en la literatura del XIX, encontramos ya gran parte de los temas que aparecerán después, de modo recurrente, en los escritos tahitianos de Gauguin. Pero a ellos añade el pintor una nueva sensibilidad hacia el arte primitivo y numerosas disgresiones sobre su manera de entender la pintura.
Aunque el manuscrito original de Noa-Noa comienza hablando de los funerales del rey Pomaré, que le hacen temer el fin de todo aquel mundo como algo inminente e inevitable, Gauguin realiza en este libro un cántico a la vida tahitiana como aún muy real, algo que adquiere toda la fuerza de la presencia viva frente a lo que no es más que el fantasma desvaído de la vida en París, que sólo aparece a través de resentidos recuerdos. Así, lo que pretende ser una crónica, un diario al que el pintor recién llegado de París entrega sus confidencias y en el que anota los aspectos más relevantes de sus descubrimientos cotidianos de la vida en ese otro mundo, no es sino una muy elaborada ficción que consagrará en occidente la sensual imagen de un paraíso fragante, pues eso, fragante, es exactamente lo que quiere decir Noa-Noa.
En Noa-Noa Gauguin describe con encendidas palabras ese Edén deslumbrante de cegadoras armonías de colores que aparece en sus cuadros, en un texto que despliega ante el lector todo el brillo y la sensualidad de lo exótico a través de sugerencias de olores, sabores, y texturas extrañas a occidente. Nos habla también de una vida indolente, amparada por una naturaleza proveedora, en la que la posibilidad del goce de dones naturales como la luz del sol o la relación fraternal entre los hombres hacen impensables las falsas necesidades materiales que consumen a occidente. Nos habla también de la dignidad, física y moral, de los habitantes de la isla, de su sentido natural de la justicia, de su generosidad, de su despreocupada habilidad –sólo comparable a la torpeza del europeo– para aprovechar los recursos que la madre naturaleza pone a su alcance. También nos habla del inocente encanto de las mujeres tahitianas, de su entrega erótica libre de toda timidez o sentido de culpa, de la espontaneidad de las adolescentes que compartieron con él su cabaña. Del innato sentido de la belleza que posee el salvaje, libre de toda noción aprendida, libre de toda academia. En el lado negativo de la balanza, y como siguiendo literalmente a los pensadores del XVIII, Gauguin nos habla del colonialismo como factor corruptor, introductor de vicios y costumbres que acabarían por descomponer aquel perfecto equilibrio entre hombre y naturaleza.
(…) Por lo que podemos leer en las cartas de Gauguin durante los años en que se encuentra fuera de Francia, su vida en La Polinesia no fue exactamente idílica. El mito que él había creado en Noa-Noa, en parte como complemento literario a su deslumbrante obra pictórica, no se correspondía a la realidad. A través de sus cartas, podemos observar su inicial desilusión, sus constantes cambios de ánimo, sus extrañas relaciones con las sucesivas vahinés, que en algunos casos acabaron abandonándole después de saquearle, su sensación de abandono y pobreza, o sus enfermedades –algo que Gauguin describe de forma especialmente dolorosa cuando se trata de cartas destinadas a ablandar el corazón de su mujer–. Claro que, en otras cartas dirigidas a amigos pintores como Molard o Monfreid, se deja llevar por su deseo de impresionarles y les transmite una imagen destinada a provocar envidia en París.
(…) Pero si hay un tema que aparece una y otra vez en sus cartas, y que fundamenta el mito de Gauguin en el contexto de la historiografía del arte, es el que nos presenta a este pintor como libertador. Si sus estancias en la Polinesia no fueron tan placenteras como él mismo imaginó antes de ir o como quiso relatar, sí tendrían el enorme valor de hacer evidente la belleza de las artes de los pueblos llamados primitivos, y la posibilidad de un arte que partiese del mundo sensible más que del intelectual, que reivindicase la imaginación por encima de la convención, y la primacía de las más audaces armonías de color por encima del dibujo.
Las propuestas artísticas de Gauguin eran demasiado innovadoras como para ser digeridas inmediatamente, pero él estaba tan persuadido de su influencia futura que, consciente de su papel ejemplar, asumía su sacrificio y, desde su orgullosa soledad, admite y consiente convertirse en el prototipo de artista maldito. Por eso, en 1902 podía afirmar satisfecho:
«Desde hace tiempo yo he querido establecer el derecho de atreverse a todo; mis habilidades (teniendo en cuenta que mis dificultades económicas han sido excesivas para tal empresa) no han dado gran resultado pero, sin embargo, la máquina está en marcha […]. Los pintores que hoy disfrutan de esa libertad, sí me deben algo».
El texto de esta entrada es un fragmento del prólogo, escrito por M.ª Dolores Jiménez-Blanco, de la edición de “Escritos de un salvaje ” publicada en Akal
Escritos de un salvaje – Paul Gauguin – Akal
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