Los Aliados pusieron todas sus esperanzas en el Desembarco de Normandía de 1944. Lejos de la inocencia, Hitler se lo temía y mantuvo una defensa férrea en toda la costa oeste: miles de kilómetros cubiertos por soldados del Eje a la espera de una invasión. Llegados a este punto, era el turno de las agencias de inteligencia y las tretas militares tan usuales en el apocalipsis que supuso la Segunda Guerra Mundial; como bien enseña la frase de Sun Tzu: “Toda guerra se basa en el engaño”. Así el general Patton se agrupó en el paso de Calais e inició la mentira: montaron un subterfugio para hacer creer a los alemanes que la invasión se produciría desde este emplazamiento, y estos no podrían sospechar que un alto mando tan cualificado quedase desperdiciado en un burdo engaño.
Cualquier lector interesado en esta hazaña bélica ya conocerá los acontecimientos; no queremos aquí profundizar mucho más en un tema tan bien explicado en La tormenta de la guerra. No obstante, resulta llamativa la falta de confianza de los dirigentes políticos y militares en el Desembarco de Normandía. Tal como recoge Andrew Roberts, el esquema general de la invasión en masa vía Normandía sobrevivió al intenso examen personal y a los interrogatorios de George Marshall, Alan Brooke, Franklin Roosevelt y Winston Churchill, aunque Churchill y Brooke jamás consiguieron librarse del presentimiento de que la operación sería un desastre. El presidente británico repetía frecuentemente que veía el Canal lleno de cadáveres aliados y, el 5 de junio de 1944, el día en que originalmente iba a tener lugar el desembarco, Brooke anotó en su diario: “La operación me provoca mucho desasosiego. En el mejor de los casos, quedará muy por debajo de las expectativas de la gran mayoría de la gente, de todos aquellos que no saben nada sobre sus dificultades. En el peor de los casos, puede ser el desastre más terrible de toda la guerra. ¡Ojala permitiera Dios que ya hubiera concluido!”. Esa misma noche, la frase que Churchill le dijo a su esposa Clementine era más explícita: “¿Eres consciente de que cuando te despiertes mañana por la mañana podrían haber muerto 20.000 hombres?”.
El temido desastre y la profunda agonía de estos dirigentes tuvieron que esperar un día más. La meteorología estaba aún en pañales en la década de 1940 y, dado que el tiempo en el Canal era siempre impredecible, el general Eisenhower tuvo que aplazar la operación del lunes 5 de junio al martes 6, siguiendo el consejo de su principal oficial meteorológico, James Stagg. En principio el retraso para las adecuadas condiciones meteorológicas se prolongaría durante más de diez días con la terrible consecuencia de perder el factor sorpresa y de que toda la operación se convirtiese en un auténtico fracaso. Afortunadamente, Stagg pudo informar a las 5:15 del 5 de junio de la aparición de un nuevo frente meteorológico favorable. Al final del día, Eisenhower dio la orden de proceder, no sin antes redactar una carta de dimisión en caso de derrota: “Si hay que achacar a alguien la culpa, esta es sólo mía”, con un escasamente alentador comentario hacia su personal: “Dios permita que sepa lo que estoy haciendo”. Como todos sabemos, la operación fue un éxito, y Eisenhower no sólo no dimitió, sino que en 1953 se convirtió en el presidente de los Estados Unidos.