En el debate de la izquierda, oscilando entre los partidarios del Estado o los partidarios de una autogestión al margen del Estado, ocupa un lugar importante el concepto de “los comunes”. Y es sobre ello que el sociólogo César Rendueles ha publicado “Comuntopía. Comunes, postcapitalismo y transición ecosocial”. Rendueles es científico titular en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Ha sido profesor de sociología en la Universidad Complutense de Madrid. En esta obra no solo entra en el concepto de los comunes, sino que también se implica en todas las polémicas e incertidumbres que lo acompañan. Y todo ello, enmarcado en nuestra actualidad de avances tecnológicos, crisis medioambiental y algunas experiencias sobre esos comunes. En esta entrevista intentamos acercarnos a esos contenidos de su nuevo libro.
En sus primeras páginas afirma que “Los comunes son instituciones sociales colaborativas que regulan recursos -materiales o inmateriales- de propiedad colectiva”. ¿Podríamos decir entonces que esa es la definición?
Hay un largo debate académico sobre cómo caracterizar con precisión los comunes y qué tipo de bienes, servicios y relaciones sociales caen bajo esa categoría. El umbral mínimo parece más o menos claro y tiene que ver con esa definición: relaciones cooperativas en torno a recursos colectivos que se distinguen tanto de la propiedad privada convencional como de la propiedad público-estatal. Pero a partir de ahí empieza una discusión muy compleja. Hay autores que creen que lo esencial de los comunes no es su dimensión institucional sino su capacidad para evocar una constelación de conceptos relacionados con la solidaridad, la igualdad o la autocontención. Hay quien piensa que los comunes son más bien una especie de ecosistema social donde ese tipo de relaciones de propiedad prosperan.
Usted indica que la teoría de los comunes es una alternativa a defender cosas como la sanidad, la vivienda o la educación desde posiciones no estatocentricas. Quizá ese sea un gran debate para la izquierda, ¿cómo se logra o se reinvindica al margen del Estado? ¿cómo es la gobernanza colaborativa de la que usted habla al margen del mercado y del Estado?
Mi punto de vista es un poco peculiar porque creo que “no estatocéntrico” no significa necesariamente “al margen de la intervención pública” y creo que algunos partidarios de los comunes me van a ver como una especie de quintacolumnista del Estado.
La desconfianza comunal hacia el Estado bebe de una doble fuente. Por un lado, la complicidad del Estado en el proceso de mercantilización global que comenzó a finales de los años setenta del siglo pasado. En cierto sentido el neoliberalismo ha sido, por encima de todo, una teoría y una práctica en torno al Estado y no tanto una doctrina económica. Esta denuncia de la complicidad del Estado en la privatización se solapa sobre otra crítica más tradicional, relacionada con el rechazo de las dimensiones burocráticas y autoritarias de las intervenciones públicas tradicionales. Creo que ambas críticas tienen sentido pero al mismo tiempo me parece que nos abocan a la parálisis política. En sociedades de masas, complejas y diversas, la intervención del Estado es insustituible en muchos ámbitos.
Es cierto que hay gente que ve los comunes como una alternativa no sólo al mercado sino también a la intervención pública (un lema muy difundido en cierto momento fue: “ni público ni privado: común”) pero no creo que sea la única forma de entender esa relación. Para empezar lo público y lo estatal no es exactamente lo mismo, aunque a menudo lo asociemos automáticamente.
En su libro se recogen algunos intentos de apuesta por lo común que parece que han terminado abortados. Por ejemplo los usos colaborativos de la tecnología digital en los noventa, el caso de wikipedia, linux, copyleft, etc… También cita en otro momento el movimiento zapatista que, como todos sabemos, surge como reacción al tratado de libre comercio que amenazaba sus tierras comunales. En ambos casos, al menos yo, percibo que el capitalismo ha vencido. Es evidente que hay fuerzas poderosas que operan en contra de la reivindicación de esos comunes que intentamos arrebatarle al mercado. ¿Cómo las combatimos o enfrentamos?
Estoy de acuerdo, son experiencias que en buena medida han sido derrotadas. De hecho, son derrotas particularmente graves y dolorosas porque las iniciativas comunales se mueven en un ritmo histórico lento. Es imposible desarrollarlas como una guerra de asalto mediante movilizaciones rápidas porque tienen que ver con la sociabilidad, la confianza en los demás y el diseño institucional. Son propuestas que se pueden destruir en un abrir y cerrar de ojos pero que se tarda años en reconstruir. A cambio tienen una ventaja y es que son resilientes. La gente suele estar más dispuesta a defender y cuidar aquellas instituciones que están incrustadas en su forma de vida, en su relación con sus vecinos o en su visión del mundo más íntima.
Sin duda el trabajo de reinvindicación de los comunes tiene mucho de cultural y educacional, pero en nuestro sistema las cosas funcionan mediante leyes que hacen personas que hemos votado, que estaban en partidos políticos, etc. ¿Cómo se entronca nuestra institucionalidad democrática formal con la necesidad de desarrollar un proyecto de comunes postcapitalista?
Es una pregunta muy interesante. En efecto, cualquier práctica comunal o de autogestión supone un límite a la capacidad de intervención del Estado al menos en ciertos aspectos. Eso no tiene por qué ser necesariamente conflictivo. En España hay comunes que se gestionan de esa manera desde hace siglos con relativo éxito. No hay motivo para pensar que es imposible que otros espacios se abran a este tipo de autogobierno sin entrar en contradicción con los valores democráticos. Por otro lado, la incorporación de los comunes a la legislación puede seguir otra vía, como ocurre con la propuesta de establecer bienes comunes naturales: consiste de establecer que ciertas realidades naturales necesarias para la vida –por ejemplo, los recursos hídricos– están por encima de la soberanía del Estado, cuyo papel se limitaría a una obligación de cuidarlas y preservarlas.
Nuestra revolución tecnológica, estoy pensando desde el internet con sus redes sociales a la IA y el desarrollo de las comunicaciones, ¿nos acerca o nos aleja a una escenario mejor para la defensa de los teoría de los comunes?
El ecosistema digital era particularmente adecuado para experimentar con hibridaciones entre lo público y lo común. El Estado podía haber desarrollado un papel emprendedor, desarrollando infraestructuras y plataformas que luego podrían haber gozado de un importante nivel de autogestión comunitaria. El camino que se ha seguido en los últimos veinte años ha sido el contrario: una privatización extrema de la tecnología digital. Las grandes empresas tecnológicas han desarrollado enormes conglomerados monopolistas que extraen beneficio de la explotación de nuestras relaciones cotidianas –la comunicación con nuestras familias y amigos, la necesidad de transporte o alojamiento, etc.– lo que no deja de ser una apropiación de una especie de bien común difuso.
La cuestión es que cuanto más avanzamos en esa dirección más costoso y complejo es revertir el proceso. Aún a principios de siglo –antes de la generalización de dispositivos tan opacos como las tablets– no era inimagible una comunalización digital. Hoy la verdad es que suena un poco a fantasía bienintencionada.
La crisis ecológica está presente al final de su libro, ¿qué aporta el concepto de los comunes a la lucha contra el deterioro ambiental?
Creo que hoy estamos viviendo un momento de reivindicación de los comunes muy peculiar desde el ecologismo político. La razón es que la crisis ecológica parece la revancha de los críticos de los comunes, que siempre han dicho algo así como que nadie cuida de lo que no es de nadie, y eso es lo que nos ocurre a menudo con el medioambiente. Por ejemplo, mi contribución personal al cambio climático es infinitesimal: que yo, una sola persona, no realice el esfuerzo de desplazarme en bicicleta supone una diferencia imperceptible. Así que, hagan lo que hagan los demás, es una conducta individualmente racional desplazarme en coche. Si los demás van en coche, mi falta de cooperación no detendrá el cambio climático y para qué sacrificarne. Si los demás van en bicicleta, mi falta de cooperación contribuirá de un modo insignificante al cambio climático.
Y lo mismo ocurre a escala colectiva. Por eso precisamente desde el ecologismo político contemporáneo se reivindican las instituciones comunales. Parece sensato pensar que, si estamos viviendo una versión global de un tipo de dilema colectivo que se ha dado históricamente a una escala mucho menor, haríamos bien en explorar una reformulación de las soluciones que muchas sociales han encontrado en el pasado a esas espirales de irracionalidad colectiva. Y es completamente cierto que las instituciones comunes tradicionales proliferaron en sociedades obligadas a sobrevivir en ecosistemas frágiles, en los que el riesgo de sobreexplotación era alto.
Para mí ese ecocomunalismo es una perspectiva valiosa que nadie debería ridiculizar pero también plantea problemas graves. Uno muy evidente tiene que ver con la velocidad y la escala de la transición ecosocial. Afrontar el cambio climático exige intervenciones inmensas que deben darse a una velocidad vertiginosa. Es muy difícil imaginar cómo podría darse algo así sin la intervención decidida del Estado, con todas las contradicciones políticas que eso entraña.
Eso no significa que las políticas comunales no puedan o deban desempeñar ningún papel en la transición ecosocial. La lógica comunal –la participación, la propiedad colectiva…– es muy eficaz a la hora de cambiar el sentido común y promover la aceptación de los riesgos y sacrificios que entraña un cambio tan profundo como el que necesitamos.
Entrevista de Pascual Serrano.
Un comentario