Cristina Fallarás | Llamando a las puertas del cielo
Una de las primeras veces en las que participé en una tertulia política en la televisión, creo que la segunda, acababa de morir Hugo Chávez y esa era la noticia de cabecera. Pero yo no me había calzado los pantalones de camuflaje por eso, en su honor, sino por casualidad. Las cosas pocas veces salen redondas cuando se planean. Nadie se atrevía en el plató a glosar los avances sucedidos en la Venezuela chavista, que ya empezaba tímidamente a sustituir a la Cuba castrista en el imaginario blanco del lobo feroz. Aburrida e inexperta, levanté una pierna de manera que alcanzara el cuadro de cámara y, mostrando mi pernera en dos tonos de caqui, lancé un «aquí va mi homenaje». El estudio quedó en silencio y el periodista que rumiaba a mi lado, joven columnista que ha llegado a mucho más, abrió los ojos horrorizado. «¿Tú eres comunista?», me preguntó. «¿A ti qué te parece?», respondí y creo que me reí un poco. Abrió entonces la boca. «O sea», añadió, «que tú te quedarías con mi casa, ¿no?». «Pues no, querido, con la tuya precisamente no».
El mundo donde yo trabajo y el mundo donde trabaja el Nega no se rozan. Trabajar es una clave, y rozarse la otra. Esta sociedad está construida a base de montones de piezas compactas e impermeables. Recuerdo un juego en las pantallas de los bares que se llamaba Tetris. A veces sucede que una de esas piezas cae y borra a las de abajo. Narrar podría ser la mejor forma de evitarlo. Reconstruir un mundo para que no desaparezca. Por ejemplo, yo he visto llegar a la bisabuela del Nega después de meses de torturas y hambre, encerrada por callar el paradero de su hijo de la CNT valenciana, por no saberlo, llegar arrastrándose hasta su casa para acabar muriendo de miseria y brutalidad. Eso ya permanece. De eso se trata, igual que se trata de un local sin luz ni agua donde dormir sobre el hormigón tras un concierto y con kilómetros de carretera por delante. O de un hotel de lujo en Caracas y el ataque de los trolls.
Si se te van a comer, si existe la mínima posibilidad de que la pieza de arriba caiga y te borre, y siempre existe, entonces tu narración no puede ser blanca. Debe mancharse con el azufre de la reivindicación. Antes, lo llamábamos conciencia de clase, ahora ya no sé. Podría no llamarse ya así, pero es conciencia de clase lo que destila este libro. Orgullo de chabola superada, lo contrario del desclasamiento. La madre, la abuela, el padre, el tajo colgando de una sirga en la fachada, carretera y manta. Llena las páginas una narrativa inesperada, sorprendente, que nace de la voluntad de permanecer y de que permanezcan los que nos preceden. Aquí las cosas se cuentan una detrás de otra, sin borlas ni trampantojos. Así, las cosas del nacer, del crecer, las cosas del vivir y del comer, las cosas del triunfar y de la mala conciencia y también de la buena.
Junto a las historias de una banda que arranca y triunfa, de un músico y de su vida, cruza el libro la eterna contradicción entre el artista comprometido, el que denuncia, y el éxito que no se perdona.
No soy especialista en música ni en bandas, conozco apenas un puñado de backstages. Soy escritora y periodista, y desde ahí leo este libro que cuenta historias, varias historias. Además detalla no sé hasta qué punto voluntariamente la nueva relación del creador con su público, con su gente. Eso importa, importa mucho, porque modifica. En el acto creativo bailan al menos dos. La forma en la que uno de ellos, multiplicado, responde a un concierto, un libro, una representación teatral, etcétera, modifica no solo el acto sino la intención creativa. Hace nada, poquísimo tiempo, la respuesta venía de –pongamos por caso– el número de espectadores o lectores y de su entusiasmo. Tras la aparición de las redes sociales una debe elegir qué respuesta dar, hasta qué carne permite que penetre la uña del troll.
«Cuando empezamos con el grupo íbamos a todos los conciertos solidarios habidos y por haber, en muchas ocasiones poniendo dinero de nuestro bolsillo, durmiendo en la calle, en cajeros, en el coche… El pago era simplemente poder tocar, que nos escuchara la gente, por eso somos un grupo de directo que, como dice Non Servium, donde vamos la liamos. Y antes de ponernos a hacer videoclips y colgar maquetas de forma frenética, nos lanzamos a la carretera a curtirnos. Obviamente, con el tiempo, aunque seguimos siendo un grupo solidario que acude cuando se le necesita, nos hemos vuelto más selectivos. Primero por una cuestión física y espacial: si tuviéramos que decir que sí a todos los conciertos solidarios que nos llaman, nos pasaríamos de jueves a domingo todas las semanas del año fuera y no tendríamos vida» (p. 66).
Con ese «más selectivos» llegan los reproches. Y eso no sería sustancial en cualquier otro momento. Sin embargo, resulta aquí muy interesante lo que las redes han introducido en el pequeño mundo de los rencores sectoriales. La relevancia que para el Nega, y entiendo que para Los Chikos del Maíz, suponen las críticas no a su creación o actuaciones, sino al hecho de que tengan éxito, ganen dinero, cobren por actuar, etcétera, hunde sus garras en las redes sociales. La narración aquí es testigo del cambio radical en el trato de las bandas y sus seguidores. Viven en tiempo real las críticas por su opción no exactamente musical, sino –llamémosle– vital. Lo que antes era el comentario de los detractores en un local con unas cervezas, es ahora metralla en las redes de la que es prácticamente imposible sustraerse. La vida moderna.
«La gente es gilipollas hasta extremos inconcebibles», escribe el autor.
«Mientras eres residual, es decir, mientras te escuchan cuatro gatos en una okupa o una sala de sonido deplorable todo va bien, en el momento que levantas un poco la cabeza y el mensaje llega a más gente, comienzan los problemas» (p. 79).
Confieso que me asomé a Llamando a las puertas del cielo sin buscar ni esperar nada. En blanco. Uno de los más apreciables retratos que he hallado se encuentra en la descripción de cómo funciona la relación de los músicos con su entorno en época de Twitter. La de los autores y autoras en general. O lo que es lo mismo, qué significa crear y para quién creas cuando soportas una crítica sostenida y múltiple, no profesional sino de individuos que tienen acceso directo a ti, que te pueden enviar uno o cientos de mensajes. Si es cierto que no es nada nuevo el reproche que sufren las formaciones comprometidas con tal o cual causa cuando crecen y triunfan, hoy se ha convertido en uno de los ejes del relato.
Pero sobre todo eso están las historias. Suelo echar mucho de menos las historias, contar historias, oír o leer historias. No sé cuál es la intención del autor al entregar este libro, si ofrecer vivencias, un retrato del sector o todo junto. Poco importa. Ya no le pertenece. Alguien puede creer que todo esto va de explicar el ascenso de una banda, de justificarlo o de lo contrario. Pero en la medida de que ya también es mío, esto va de una historia moderna. Ay, las historias modernas, qué bien, qué nostalgia. Historias sin insignias ni decoraciones innecesarias, una detrás de otra, como se cuentan las cosas.
Llamando a las puertas del cielo – Ricardo Romero Laullón (Nega) – Akal