Alexander Cockburn / New Left Review 68.
A mediados de marzo, a medida que los estadounidenses iban recibiendo las noticias cada vez más alarmantes de la fusión de la central nuclear japonesa de Fukushima Daiichi y se preguntaban: «¿Puede suceder también aquí algo semejante?», se evidenciaba que, en realidad, ya conocían la respuesta. Como solía decir irónicamente el gran ambientalista David Brower, «las centrales nucleares son dispositivos tecnológicos increíblemente complejos para localizar las fallas que dan lugar a terremotos». A lo largo de gran parte de la costa occidental de Estados Unidos corre el llamado Anillo de Fuego, que rodea toda la placa tectónica del Océano Pacífico desde Australia, pasando hacia el norte por Japón, hasta llegar a Rusia, Alaska y descender de nuevo hasta la costa de Chile. Alrededor del 90 por 100 de los terremotos del mundo tienen lugar en ese Anillo de Fuego.
En Estados Unidos, actuando según la sarcástica predicción de Brower, se han construido cuatro centrales nucleares en las inmediaciones de las líneas de fractura del Anillo de Fuego, entre ellas dos todavía activas en el estado de California, en el que vivo. En Eureka, a algo más de 60 km por carretera desde donde escribo, había un reactor de agua hirviendo que se cerró en 1976 a raíz de un terremoto en una «falla antes desconocida» a poca distancia de la costa. Ahora se almacenan allí barras gastadas de combustible nuclear -excepto una que no pudieron encontrar- justo a lo largo de la costa: espléndidamente situadas para recibir un tsunami como el que inhabilitó los generados diésel diseñados para llevar a cabo una refrigeración de emergencia en la planta de Fukushima. En la Triple Conjunción junto al cabo Mendocino, a pocos kilómetros al noroeste de aquí, coinciden tres placas tectónicas; en 1992 tuvimos un terremoto de 7,1 grados en la escala de Richter. La regla número uno del negocio nuclear es mantener los ojos bien cerrados en todo momento y negar lo previsible.
Un poco más al sur, a medio camino entre San Francisco y Los Ángeles, está la central nuclear del Cañón del Diablo, planificada en 1968, cuando nadie conocía todavía la Falla de San Gregorio o de Hosgri -parte de la de San Andrés y del Anillo de Fuego-, a pocos kilómetros de la costa. Una investigación posterior descubrió que cuarenta años antes había habido un terremoto de 7,1 grados a poca distancia de la central, cuya construcción se completó en 1973. La empresa propietaria, Pacific Gas & Electric, dijo que ampliaría las medidas de seguridad, pero las prisas por terminarla le hicieron abandonar el proyecto de reforzar los dos reactores «a prueba de terremotos», de forma que la mejora no fue tan categórica como aseguraba. La regla número dos en el negocio de las nucleares, como en cualquier otra empresa humana, es que siempre se comete alguna equivocación en algún momento: se supone que San Diablo está construida y revisada para resistir indemne un terremoto de 7,3 grados, pero en 1906 San Francisco quedó destruida por un terremoto de 7,7 grados que rasgó la falla de San Andrés a lo largo de 500 km, al norte y al sur de la ciudad. Volviendo a la primera regla, «negar lo previsible»: las autoridades del Cañón del Diablo descubrieron recientemente otra falla y ahora se muestran preocupadas por la eventual «licuefacción del suelo» en caso de un gran terremoto. En 2008 hubo allí una irrupción de bandadas de medusas que obstruyeron la entrada de agua fría; la central estuvo cerrada un par de días. En el último recuento se habían detectado cuatro líneas de fractura frente a la costa, a poca distancia de San Diablo.
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