Vivimos tiempos confusos, dominados por gritos. Pero, como dice una amiga (gracias, María, por tu lucidez), de nada vale el grito que sale de las entrañas si no lo pasamos por el tamiz de la razón. Creemos que debatir es vociferar; no importa tanto lo que decimos sino cómo lo chillamos, la mera forma frente al contenido. Y en esta bulla huera olvidamos los significados y los sentidos, cambiamos ideas por decibelios, y con ese gritar más para tapar la voz del otro nos sentimos satisfechos. De este modo, la palabra deviene mero ruido, puro envoltorio de la nada.
Y, en medio de esa algarabía vocinglera y exangüe en que nos movemos, aparece Galeano, que viene a desmontar nuestras certezas. Con su voz. Esa voz que, poderosa en su aparente sencillez, fluye en sus textos. Con calma, con mucha calma, ajena al pandemónium en el que estamos inmersos, con la suavidad de su decir, nos obliga a abandonar el exabrupto, y a atender, porque en este mundo de desaforados gritones, su voz, chiquita y apacible, es la que, de repente, más se oye.
Galeano nos reconcilia con la palabra; sin que nos demos cuenta, nos hace pensarla en su potencia transformadora. Un pequeño giro en una historia aparentemente sencilla, amable, y, de repente, un violento puñetazo en la boca del estómago te ha dejado sin respiración. Para recuperar el aliento, tienes que pensar (ese deporte de alto riesgo que nadie se acuerda de promocionar en este mundo tan amante de maratones y otras formas de ejercicio en el que han desembarazado al omnipresente corpore sano de su molesta compañera mens). Y descubres que la fuerza no estaba en la potencia de la voz, sino en la sutileza de las palabras, pues la palabra, ¡oh, milagro!, es instrumento de reflexión y diálogo.
Así pues, al reivindicarla, se reivindica la necesidad y el goce de pensar como un ejercicio liberador no sólo en lo personal sino en lo colectivo. Si pensáis, como yo he hecho, nos viene a decir Galeano, descubriréis que el mundo no es como os lo han querido contar: es bastante más complejo. Y que esa complejidad, a pesar de lo que se comenta por ahí (recelad siempre de quien os diga que algo –un libro, una película, una amistad…– es difícil; manipulan y vacían las palabras para amedrentaros), no es mala. Es más, en ella os reconoceréis mucho más que en el monótono traje que os quieren cortar (siempre a su medida, no a la vuestra), pues lo complejo os obligará a cuestionar y a cuestionaros, a descubrir, a conversar, a debatir, a escuchar a los otros, esos otros cuya existencia, por oculta, por marginada, desconocíais: el pobre en una sociedad de ricos, el fracasado (¿de veras?) en una sociedad de triunfadores (¿lo son de verdad?), el libre en un mundo de dogmas.
El mundo es maravillosamente complejo, diverso. En él descubriréis que hay personas que renuncian a la existencia franquiciada (bares franquiciados, ropa franquiciada, entretenimientos franquiciados, vacaciones franquiciadas, experiencias franquiciadas, pensamiento franquiciado, vidas todas franquiciadas en su alienación) que se nos impone por doquier. Y también personas que reclaman ser escuchadas, porque les han retirado la palabra y, con ella, su existencia, pero no se resignan y quieren, simplemente, vivir; y para ello nos necesitan.
Y entonces vemos sorprendidos que Galeano nos ha enganchado, nos ha conmovido, nos ha transformado, sin alzar la voz. Porque, como ya escribí en otro lugar, para que a uno le oigan no es necesario gritar, basta con tener razón. Como la tenía, como la tiene, como la tendrá, Eduardo Galeano.
Jesús Espino
Eduardo Galeano, un ilegal en el paraíso
Eduardo Germán María Hughes Galeano nació en 1940. De niño siempre quiso ser santo o futbolista, pero una crisis existencial, a los 19 años, cambió drásticamente su destino. Aquel joven cristiano, con aspiraciones deportistas, se despojó de viejas ataduras para convertirse en Eduardo Galeano periodista, anticlerical, apasionado, indignado, en el patadura que abrazó la causa de los «nadies» y se volcó de lleno a establecer un vínculo de amor profundo con la realidad latinoamericana. Luego, no hubo injusticia en esta Tierra que le fuera indiferente.
El presente libro se propone contarnos quién fue Galeano, esa figura tan intensa como fascinante que cultivó la amistad con Fidel Castro y Salvador Allende, que frecuentó al subcomandante Marcos en Chiapas y vibró con Nicaragua en plena revolución. Pero los afectos no le impidieron «criticar de frente y elogiar por la espalda». Lejos de la apología, en este volumen se reúne a los mejores cronistas de la región y amigos entrañables como Serrat, Poniatowska y Salgado, quienes nos sumergen en su universo reconstruyendo la imagen poco conocida hasta ahora de un Galeano íntimo, pero, además, la vida de un viajero infatigable, repleta de proyectos, militancia y aventuras. También nos llevan por los grandes temas de su obra (el amor, la política, la esperanza y, por supuesto, el fútbol) y por el modo particular en que sus textos resuenan todavía hoy en cada país de América Latina.
De manera arbitraria (como a él le gustaba), este libro traza magistralmente el perfil de uno de los escritores más queridos por el gran público, y recorre una región que él supo contar como nadie. La de su editor en España es una semblanza más de Eduardo Galeano. ¿Quién fue para ti Eduardo Galeano?