José Carlos Bermejo Barrera
Se empieza quemando libros y se acaba quemando personas, decía el poeta H. Heine. Fue profeta en su tierra, pues el nazismo comenzó quemando libros para liberar a Alemania del “espíritu judío” y acabó pasando por los hornos crematorios a 6 millones de judíos. Durante milenios los libros fueron peligrosos: se los censuró, secuestró, prohibió y quemó (véase L.X. Polastron: Books on Fire, Londres, Thames and Hudson, 2007) por parte de autoridades que los consideraron una amenaza para el orden. Y es que el libro, escrito a mano o impreso en cualquier clase de material, podía ser muy peligroso porque en sus páginas podían yacer ocultas verdades incómodas y porque podía abrir el camino al pensamiento y la libertad.
Hubo censura en la Antigüedad y entre las grandes religiones. En Occidente la Iglesia creó su canon de libros permitidos y sus listados de libros prohibidos, libros que si no eran destruidos ocupaban un lugar secreto en las bibliotecas conocido con el nombre de “El Infierno”. No toda la historia del cristianismo es la historia de una censura, porque también fue una historia de la libertad, pero la censura, obra de personas que se atribuyen el poder de distinguir la verdad y la mentira y el bien del mal de modo excluyente, hizo estragos en él en determinados momentos. Los libros fueron prohibidos y quemados, a veces junto con sus autores, como el médico Miguel Servet, quemado por los calvinistas en Ginebra. Y ardieron en las hogueras junto a las brujas, los herejes, los judíos y los homosexuales, alegrando las fiestas.
La censura tuvo siempre sus paradojas. El Papa Paulo IV creó el Índice de libros prohibidos sin darse cuenta que en la lista iba un libro suyo. Un emperador austríaco decidió editar un libro con la lista de los libros prohibidos, pero tuvo que prohibirlo también, porque fue éxito de ventas como guía de libros interesantes que podrían adquirirse clandestinamente. Libros prohibidos en un país se editaban en el país vecino y los libreros los intercambiaban por otros libros permitidos. Y es que en la historia del bibliocausto hubo también mucho cinismo, porque a veces todo el mundo sabía dónde hallar el libro prohibido. Prohibir un libro podía ser la garantía de su éxito, al fin y al cabo, como dijo H. Lichtenberg, “si el agua estuviese prohibida sería riquísima”. Violar la prohibición es el origen del placer, como aprendieron Adán y Eva en el Paraíso al escoger el postre. Si hubo un paraíso de la edición libre a partir del siglo XVI ese fue Holanda. Curiosamente allí se establecieron los Elsevier, una familia de judíos, cuya editorial controla hoy gran parte de las revistas científicas del mundo.
Hoy no es necesario quemar los libros porque se pretende que mueran de muerte natural en la enseñanza, en las universidades y en la sociedad. Se siguen vendiendo libros a millones, pero los títulos vendidos son cada vez menos y se convierten en acontecimientos de masas, en casos como Harry Potter o las “50 sombras de Grey”, un porno light que ensalza el acoso sexual en la empresa. Lejos quedan los días de los Ateneos Obreros, las Bibliotecas Populares o las Misiones Pedagógicas que en nuestra II República iban dejando por los pueblos pequeñas bibliotecas de cien libros básicos en una España cuyo héroe literario, Don Quijote, se volvió loco por leer libros y recobró la cordura con la quema de su biblioteca por parte de un cura, un barbero y un bachiller titulado por la Universidad de Salamanca.
Anuncian los biblioclastas el fin del libro en las ciencias porque en ellas solo existe el artículo. Ni el sistema periódico se compone de papers, sino de elementos, ni tampoco los átomos, formados por partículas. El paper no es el átomo sobre el que se edifican las ciencias. Las ciencias son conocimientos acumulados, basados en la observación y logrados mediante técnicas, o a través del pensamiento puro, como en el caso de las matemáticas. Las ciencias son hoy anónimas. Si se suprimiesen en las revistas los nombres de los autores de los artículos no pasaría nada, porque no tienen nada que ver con el contenido de esos textos; incluso sería muy positivo porque desaparecerían todos los sistemas de evaluación por títulos y citas, que no son más que una suma de honores académicos que pueden degenerar en una auténtica “tontometría”. Y es que además hay libros que representan verdaderas revoluciones científicas como Las revoluciones de los orbes celestes de Nicolás Copérnico, El Ensayador de Galileo Galilei, los Principios matemáticos de la Filosofía natural de Isaac Newton o El origen de las especies de Charles Darwin.
No se trata del debate libro contra artículo sino de la lucha entre la libertad y el conocimiento y el control de la publicación por monopolios de revistas que fijan precios desorbitados, que filtran lo publicable con criterios caros, largos e inútiles como son los referees a pares y que lo que consiguen es domesticar a los científicos desde el inicio al fin de sus carreras mediante el reflejo de la recompensa y el castigo que son los méritos computables. Se ha conseguido convertir en censura a todo el sistema de las ciencias, pues sin la autoridad de los censores nadie considera que un conocimiento sea válido en un mundo en el que ya no se lee nada, ni libros, ni casi artículos pues en ellos se buscan muchas veces solo datos y se valoran por el lugar y los índices que los catalogan y no por su contenido. La ciencia es solo autoridad porque es fuente de prestigio, desde la primera beca al Premio Nobel, y los científicos, cada vez peor pagados, necesitados de recursos materiales, están sometidos al poder político del mismo modo que los grandes científicos nazis o soviéticos, cuyos logros fueron innegables, se sometieron al poder arbitrario de Hitler o Stalin, dos dictadores que prohibían y quemaban libros y encarcelaban autores.
El libro fue a veces apisonadora del pensamiento, si ese libro era Mi Lucha, El libro Rojo del Presidente Mao, El Libro Verde de M. Gaddafi, o la Biblia, el Corán y el Talmud interpretados por personas capaces de censurar su propios libros sagrados. Pero el libro también fue una puerta a la libertad a través de la lectura de un relato, un poema, una obra filosófica o un tratado científico de economía, historia, derecho y las demás ciencias. Esa es la puerta que se está consiguiendo cerrar con el sistema de la censura o evaluación científica y con un sistema educativo regido por una pedagogía para crear siervos.
Ya casi nadie quiere leer libros en papel o soporte digital. Los alumnos de humanidades se niegan a leer textos largos, ya sean novelas, si estudian filología, libros de historia o de filosofía o tratados de derecho, economía o sociología. Los estudiantes de historia del cine se niegan a ver películas largas, los de música a escuchar música clásica y los de traducción a traducir un libro completo. Se les dice que todo está en el ordenador, todo menos el mundo exterior, naturalmente. Pero no se les explica que todo lo que hay en un ordenador lo ha introducido alguien, que todo texto tuvo un autor, aunque no figure su nombre. Un ordenador puede contener miles de millones de datos y se puede acceder a ellos con motores de búsqueda que hallan lo que se les pide que hallen y que también fueron creados por alguien. El papel no sabe lo que dicen las manchas de tinta que son las letras, ni el ordenador ve imágenes, oye música ni sabe matemáticas, solo es una máquina que nos da un acceso maravilloso a una información masiva que nosotros creamos e interpretamos.
Todo se ha vuelto al revés en la nueva educación para los nuevos siervos educados para el trabajo precario controlado por los expertos en “recursos humanos”. Ellos y sus profesores han de aprender que el conocimiento es un mundo cerrado y perfecto, que se accede a él por procedimientos establecidos para aprender lo que ya se sabe del modo como hay que aprenderlo y enseñarlo y así poder hablar, saber pensar y sentir lo que hay que pensar y sentir, para no ser un alumno con “necesidades especiales” ni quedar fuera del sistema leyendo por la noche, por ejemplo, un libro oculto bajo las sábanas.