En 1892 Theodore Dreiser (1871-1945) alcanzó su gran sueño: convertirse en reportero del Chicago Daily Globe. Su infancia, repleta de penalidades económicas, se alejaba al tiempo que triunfaba el ánimo de un joven que ya siendo muchacho sólo soñaba con escribir.
El periodismo fue no sólo un punto de partida para curtirse como escritor y tener un sueldo medio digno con el que mantenerse, sino un auténtico pozo de ideas, de personajes, de vivencias, de historias en definitiva, que plasmar en una novela. Como él mismo diría en una entrevista:
El trabajo en el periódico me dio una idea de las brutalidades de la vida: los tribunales de policía, las cárceles, las casas de mala reputación, los fracasos comerciales y los engaños. Curiosamente, todo me pareció maravilloso, no triste. Era como un magnífico espectáculo. De repente empecé a leer a Spencer, a Darwin, a Huxley y a Tyndall y la vida comenzó a tomar un nuevo aspecto.
Su mundo literario comenzó entonces a abrirse y a enriquecer sus historias, pero su experiencia como periodista siempre estaría presente, como un poso que determinaba qué cosas contar y el modo de contarlas. Sister Carrie causó un gran revuelo debido al tratamiento que el autor hizo de la sexualidad de la mujer y de las relaciones extramatrimoniales y los ejemplares fueron retirados por el editor, lo que sumió a Dreiser en una depresión que le llevó a abandonar la literatura durante unos años. No sería hasta 1911 cuando publicase su segunda novela, Jennie Gerhardt, que de nuevo fue censurada, si bien su carrera como escritor ya no fue cuestionada y pudo dedicarse a ella por completo. En 1912, vio la luz la primera obra de la «Trilogía del deseo» con The Financier (El financiero), a la que seguiría The Titan (El titán) en 1914. La tercera obra y última de esta trilogía se publicaría póstumamente, en 1947, con el título The Stoic (El estoico).
El titán. Corrupción, política y periodismo
A finales del siglo XIX e inicios del XX la sociedad, la economía, la cultura, la política… sufrían a un ritmo de vértigo transformaciones impulsadas por los grandes descubrimientos tecnológicos y científicos. Pensemos que el hombre de hoy está preparado para casi cualquier cosa, su mente está abierta al progreso y la innovación, pero hace siglo y medio, que alguien pudiera ir de una punta a otra del país en un vehículo, pudiera volar o comunicarse en la distancia era algo casi increíble para el ciudadano medio, y no digamos para aquellos que vivían aislados en el mundo rural. Pero tales cosas y otras muchas –hasta el momento ciencia ficción– estaban pasando en el cambio de centuria anunciando que el mundo sufría una profunda transformación y no había freno.
La economía vivía una globalización sin precedentes con la colonización previa de nuevos territorios y las nuevas comunicaciones, la riqueza se repartía entre los que más tenían, pero también a estos asolaban los hasta ahora desconocidos pánicos financieros, que se propagaban como la pólvora cuando se desataban sorprendiendo a los más incautos.
Hombres audaces y emprendedores pero también sin escrúpulos comenzaban a manejar los hilos de esta nueva economía, a crear grandes empresas que monopolizaban servicios y recursos y con las que alimentaban una manera de entender la vida endogámica y conservadora. Al tiempo, la política seguía siendo un instrumento de la aristocracia –nada nuevo–, pero ahora esta se servía de los periódicos como medios para influir en las más importantes decisiones que afectaban a ciudades o naciones enteras. La diferencia era, pues, que la corrupción, connatural a muchos hombres, tenía un enemigo o un aliado, según el caso, capaz de difundir los argumentos a favor o en contra a todas las capas de la sociedad, a grandes distancias y en tiempo récord. Ya no había secretos si un periodista andaba cerca. Es en este contexto en el que nació la prensa amarilla, nombre que surgió como resultado de la rivalidad mantenida por el New York World y el New York Journal para denominar a la prensa sensacionalista. En El titán Dreiser comenta sobre aquellos que se dedican a la que, por otra parte, era su profesión:
Nunca ha habido gente más rapaz que los periodistas. Estos granujas (empleados por periódicos de la oposición que se dedicaban a lloriquear y a revolver el fango con el hocico) no sólo entraban en consejo con los políticos, sino que estaban a sueldo de sociedades rivales, gozaban de la confianza del gobernador, estaban al tanto de los secretos de los senadores y de los representantes locales, sino que además, entre ellos, confiaban unos en otros.
Fue en este mundo abrumado por el discurrir trepidante de los acontecimientos en el que surgió la brillante narrativa de Theodore Dreiser, quien habituado por su formación periodística a ser testigo y portavoz de los acontecimientos más variopintos de la vida humana supo plasmar en sus obras de una forma sincera y desinhibida el tiempo que le había tocado vivir y ficcionar de forma sorprendente los personajes que habían dado y estaban dando forma a la América de entonces. Estos hombres, los titanes, se enfrentaban sin embargo a algo nuevo, fuerte y poderoso: los movimientos obreros. La capacidad de los periódicos de movilizar al pueblo con sus noticias, de difundir los rumores reales o inventados, daba alas a una conciencia de clase pujante y reivindicativa, que amenazaba con poner patas arriba el sistema capitalista naciente así como el modo de vida y los valores de la clase acomodada.
¿Qué era el anarquismo? ¿Y qué el socialismo? ¿Y además, qué derechos tenía el pueblo llano en el desarrollo económico y gubernamental? Se trataba de cuestiones interesantes, y tras la bomba –cuyo efecto fue como el de una piedra lanzada al agua−, las ondas de pensamiento siguieron ensanchándose y ampliándose hasta impregnar lugares tan supuestamente remotos e inexpugnables como las redacciones de los periódicos, los bancos e instituciones financieras en general, y las guaridas y trabajos de los dignatarios políticos.
Efectivamente, el miedo al inmigrante, a lo desconocido, a lo desestabilizador rezuma en los comentarios que en El titán se hace desde la perspectiva de políticos, financieros, empresarios y editores de los principales periódicos de la ciudad de Chicago:
Últimamente, debido a la fuerte afluencia de población tanto nativa como extranjera […] y debido a la difusión de ideas desestabilizadoras por parte de individuos radicales pertenecientes a grupos extranjeros, referentes al anarquismo, al socialismo, al comunismo y otras similares, la conciencia cívica de Chicago se había vuelto muy acentuada.
Los obreros se organizan y los titanes se escandalizan al verse amenazados por gente tan despreciable:
A partir de entonces se vieron en las calles, en los distritos y en las zonas de las afueras, e incluso, ocasionalmente, en el corazón comercial, los clubes de marcha […] grupos numerosos compuestos de gentes grises, estúpidas y nada distinguidas –empleados, obreros, pequeños comerciantes y los vástagos menos ilustres de la religión o la moral; y todos ellos se pasaban la tarde entera deambulando de un lado para otro tras salir del trabajo, reuniéndose en salones baratos y en las sedes de los clubes de los partidos, y haciendo instrucción…
Frente a estas nuevas ideas es el dinero quien presta el escudo protector a los titanes. Con dinero se soborna y se compran hombres (el germen de las organizaciones mafiosas se retrata en la obra a la perfección), con dinero se crean nuevas empresas y negocios, con dinero se puede postular a entrar en los clubes más selectos y en la alta sociedad, con dinero se paga el ocio, con dinero se hace más dinero. El dinero compra todo; todo menos la felicidad, sobre todo si esta sólo puede satisfacerse ganando el reconocimiento de la rancia aristocracia pero sin cumplir sus estrictas, si bien las más de las veces hipócritas, normas morales. Y Cowperwood, el gran financiero, el aspirante a titán, no tiene intención de hacerlo.