Esta entrevista fue realizada por Moncho Alpuente y Luis Conde en el año 2010. Los lectores interesados pueden encontrarla en la antología ¡Bang, bang, estás muerto!
Nos recibe en su casa de l’Eixample, un hermoso ático confortable y diáfano, similar al de otros muchos profesionales y burgueses de la Barcelona enriquecida en los años desarrollistas de los sesenta a los ochenta. Nació en 1927 y vivió con nueve años la Guerra Civil y luego la dura posguerra como hijo de familia humilde.
Su evocación de la Barcelona de la posguerra.
Cuando acaba la Guerra Civil yo tengo once años y estoy viviendo en Poble Sec, una barriada de inmigrantes y gente marginal. La mayoría era republicana y también algunos revolucionarios, con mentalidad libertaria, pero muy solidarios y cívicos. En la escuela, que era municipal y magnífica, nos enseñaban a amar a los animales y respetar la naturaleza, el compañerismo entre nosotros y el amor al país. Se fomentaba el respeto a los demás y a cultivar la convivencia. Era una educación libre y respetuosa con la religión, el idioma catalán y la cultura.
Todas las semanas leía la revista El Aventurero y también compraba En Patufet en catalán, porque era muy interesante y educativa. Íbamos todas las semanas al cine, que era muy barato, incluso los padres cuando volvían del trabajo entraban y las mujeres les llevaban allí algo para comer mientras veían la película.
La población había sufrido el castigo de la guerra y se vivía en la miseria, la explotación laboral, la persecución de los desafectos, las cárceles llenas y las ejecuciones continuas, que imponían un cierto sentimiento de muerte colectiva.
Y como contraste, la minoría de los vencedores vivía en un auténtico paraíso empeñados en derribar todo lo que la República había construido, queriendo quitarnos el idioma, las costumbres y las instituciones populares republicanas.
El mundo de la cultura, ¿cómo era para los chicos?
Comenzábamos a ver las nuevas publicaciones que sustituían a las de la anteguerra, en lugar de El Aventurero, Flechas y Pelayos, en los colegios se imponían las enseñanzas de la Iglesia católica y los antiguos maestros o estaban presos, o habían sido fusilados o se habían marchado al exilio. En los periódicos se aplicaban las persecuciones contra el anarquismo, el comunismo y la masonería, con lo que estaban aterrorizados. La judicatura estaba paralizada y nadie se movía. Todas las instituciones culturales estaban asustadas y mudas.
Sólo se escuchaban los cantos religiosos y nacionalistas con procesiones, misas y marchas militares. Yo tuve suerte porque me mandaron a Zaragoza con una tía que me inscribió en una escuela pública, en la que no se imponía mucho la enseñanza religiosa, aunque sí nos inculcaban el rechazo a todo lo republicano y nacionalista catalán. Y cuando volví a Barcelona en 1941, me metieron en los escolapios y allí sí padecí la enseñanza nacional-catolicista con sermones a todas horas y cantando todos los días, con el brazo en alto, los himnos fascistas y hasta el “Deutschland, Deutschland” nazi.
Recuerdo un día que uno de los frailes nos dijo muy serio en la clase: “Os tengo que comunicar que ha sido fusilado el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, porque era un mal español y un mal catalán”. Nos quedamos todos mudos y quietos, sin saber qué hacer, anonadados.
En resumidas cuentas, los chicos, para no someternos internamente a lo que nos imponían lavándonos el cerebro, nos inventábamos otro mundo propio, en el que nos refugiábamos y vivíamos.
Yo empecé a escribir cosas y leía todo lo que encontraba, intentando aclararme en todo aquel barullo.
Según parece, supiste que un tío tuyo, Rafael González, escritor y periodista, había vuelto del exilio y había conseguido un buen puesto en la renacida Editorial Bruguera, que antes se llamaba El Gato Negro y era muy popular por las ediciones de folletones y tebeos. ¿Cómo conseguiste entrar allí?
Mi tío se había marchado al exilio con las tropas republicanas y llegó hasta Montauban. Luego decidió regresar y se infiltró clandestino, como un “sin papeles”. Como tenía experiencia de trabajo en prensa y era un trabajador infatigable, fue acogido en aquella editorial que contribuyó a remodelar. Se convirtió en el factótum, el alma máter y mano derecha de los dos hermanos editores, Francisco y Pantaleón Bruguera.
Tenía tanto trabajo creando y dirigiendo revistas nuevas y colecciones de tebeos y novelas, que me llamó para que le ayudase con los guiones del serial “El Inspector Dan”, que se incluía en la revista Pulgarcito y estaba dibujado por Eugenio Giner. Él sabía que yo escribía como loco y con desesperación, intentando publicar donde fuera. Y aquello me entusiasmó y le cogí el aire tan bien que en pocos meses me lo dejó a mi albedrío aunque yo sólo tenía diecisiete años. El primer guion que era ya sólo mío se titulaba Morir cuesta tres peniques. Me pagaban pésimamente, pero yo estaba encantado con mi primer sueldo. En poco tiempo hacía también los guiones de Doctor Niebla, que dibujaba Francisco Hidalgo, y Silver Roy, dibujado por Bosch Penalva.
De este personaje tomaste luego tu pseudónimo, ¿no?
Sí, claro, aunque le añadí “Kane” en homenaje al famoso dibujante estadounidense Milton Caniff, que era uno de mis preferidos. Bueno, el caso es que mi tío, que seguía haciendo guiones y artículos de cine, además de orientar a redactores y dibujantes, estaba enfrascado en la creación de una colección de novelas de quiosco, con el título de “Superhombres” y con varias series, de aventuras, del Oeste y policiacas, de las que incluso escribió algunas de ellas, y me pidió que me lanzase también a esa aventura editorial.
Sin dudarlo me puse al tajo y le escribí varias que me corregía y que luego dejó que escribiera solo. Al principio las cobraba él y luego ya me las pasó del todo, incluido el cobro.
Cuéntanos cómo era la vida en la editorial, tus contactos con otros guionistas, escritores, redactores y dibujantes…
Al principio yo trabajaba en casa, donde hacía los guiones. Luego los llevaba a la editorial en la que un comité los revisaba y si les gustaban y parecían buenos, los publicaban. Los míos siempre les parecieron buenos. Y así durante meses, hasta que un día el señor Bruguera me dijo que me fuera allí a trabajar como guionista y “a hacer otras cosas que te digamos”. La editorial estaba entonces en un piso muy pequeño y por allí andábamos mucha gente.
Entonces fue cuando me relacioné con otros compañeros y con los dibujantes como Giner, Penalva, Ripoll, Cifré, Peñarroya, que era un tipo de gran humanidad, y Manuel Vázquez, un genio del dibujo y un estafador incansable. Había allí gente muy valiosa, a la que no se supo apreciar y a la que se sometía a un trabajo estajanovista, por otra parte muy de acuerdo con la época. Casi todos terminaron marchándose, por pura vergüenza humana. Sólo mi tío aguantaba y se quedó hasta el final. También recuerdo al gran Víctor Mora y a Jaume Perich, que andaban por allí trabajando como yo.
¿Cuándo surge “Silver Kane”?
Poco tiempo después de incorporarme a la redacción como guionista y redactor a discreción, me llamó el señor Bruguera y me dijo: “Mire, señor González, ya que anda usted por aquí haciendo muy buenos guiones y le gusta escribir, ¿por qué no se incorpora al equipo de novelistas que hacen relatos del Oeste?”. Aquello me sorprendió y agradó mucho, porque allí había gente muy buena, que habían recurrido a escribir aquellas novelitas porque no podían firmar otras cosas, al estar represaliados o perseguidos. Total, que lo intenté, queriendo estar a su altura y cuando le presenté mi relato, dijo que me buscara un pseudónimo que fuera bien para autor del Oeste y que resultara sonoro, además de ocultar el nombre propio, con el que no podía firmar novelas.
Empecé a escribir esas novelas del Oeste por las noches como “Silver Kane”, y me pagaban 125 pesetas por título de ochenta páginas. Hacía dos al mes y luego nos pedían de cuatro a seis títulos. Alguna vez tuve que entregar dos novelas a la semana. Llegué a escribir y publicar entre 400 y 500 novelas, que en cierto modo me enorgullecen, porque aficionaron a leer a mucha gente que hoy es importante. Acabé la carrera de Derecho y trabajaba de noche en La Vanguardia. Es decir, llevaba una vida de joputa y además loco, pero así pude ayudar a mis padres y casarme. Toda mi obra es fruto del insomnio y el sacrificio. Apenas dormía, y además no salía sábados ni domingos… Vean ustedes mi ridiculez: ni siquiera sé bailar o montar en bicicleta.
¿Cuáles eran sus fuentes de información o a qué modelos acudían como inspiración?
El cine era nuestra pasión y en las salas del cine de barrio echamos muchas horas. Era nuestra fábrica de sueños, donde podíamos ser otros. En los cines del Paralelo nos encontrábamos muchos amigos y conocidos y luego comentábamos las películas y las historias. Yo, además, me había leído toda la novela norteamericana que había publicado Molino en la Biblioteca Oro y sus series de Hombres Audaces.
Aparte de eso, con gran suerte para mí que pocas personas pudieron tenerlo, contaba con mi tío Rafael González, que cuando trabajaba en La Vanguardia venía muchas veces a nuestra casa y debajo de la cama tenía una biblioteca que yo pude disfrutar: era un lector empedernido y allí descubrí todo Alejandro Dumas, Dostoievski, Victor Hugo y toda la novelística europea que estaba publicando Maucci. Así pude acumular una cultura suficiente.
Cuando llega la moda de la novela negra tú creas al comisario Méndez, que protagoniza grandes novelas muy celebradas. ¿Cómo lo imaginaste?
Con Méndez, que apareció por primera vez en El expediente Barcelona en 1983, he conseguido introducir en la novela muchas cosas de mi vida y de Barcelona: la soledad de las calles, el amor a los barrios humildes, la inútil vida de mujeres a las que he visto hacerse viejas sin haber tenido una ilusión, el cariño a los animales y sobre todo mi gran experiencia como abogado. Pues en esta profesión estoy citado como autoridad y además llegué a ganar dinero.
Primero fui abogado pobre, a la vez que escritor pobre. Mi formación como abogado fue dura: las pasantías sin cobrar, los trabajos para nada, casos sin cobrar… Todas las penitencias de la profesión. Pero eso le ha pasado a tanta gente que no me quejo.
Ahora sólo soy un jubilado sin toga. Y sigo escribiendo.