- Nube: Adivina, adivinanza, ¿qué tengo en la panza?
- Niños: ¡Nieve, nieve!
- Madre: No, ahora a la cama; mañana la veréis.
- Charlot (desfondando una almohada para lanzar las plumas por el aire) ¡Nieve, nieve de Alaska!
- Limpiacalles: Pesa poco en la pala, tan poco como mis tripas.
- Comadrona: ¡A quién se le habrá ocurrido nacer en esta noche!
- Dickens bajo la losa: Yo estoy aquí calentito y abrigado, pero mis personajes andarán a estas horas embozados en sus bufandas
- Postal cursi: Mientras haya paisajes nevados… Sombras tras una vidriera: ¡Pobres de los desheredados bajo la ventisca!
- Campesino: La simiente sepulta bajo la blancura crece y, al deshielo, tendremos pan candeal.
- Pareja de esquimales: ¡Ladrillos, ladrillos para nuestro nido de amor!
- Pareja en banco de paseo: Me gustaría convertirme en estatua de nieve o de granito.
- Fabricante de ataúdes: No sé por qué detesto tanto las nevadas.
- Napoleón en Los Inválidos: Mis batallas más hermosas fueron a la salida de la escuela. ¡Cómo calentaba la nieve las manos
Hubo un momento en que todos esperaban algo. Hacía frío y todos esperaban algo. Los invisibles hombres del paisaje y los otros seres también: la tierra, los árboles, los pájaros. Y aquello que estaba en el aire, que se cernía sobre la tierra, al fin cuajó. Entonces los copos empezaron a caer, lenta, perezosamente, como diminutos harapos blancos que se yuxtaponían, se fundían unos con otros, impersonales, uniformes, soldados de un ejército caído de los aires para invadirlo todo y camuflar el paisaje; hasta tal punto que, cuando de mañana se asomaron para verlo los habitantes de la casita lejana, cuyo humo era el único indicio de vida y de calor que quedaba, no lograron reconocerlo. Porque la nieve borra senderos y huellas cotidianas. Es lo inusitado, la sorpresa. «Ha nevado», dirían simplemente. Pero querrían decir más. Pues la nieve, gran transmutadora, no sólo engalana árboles desnudos y decora chimeneas y vallados, sino que lava nuestras almas y las viste de primera comunión. En esas ocasiones el cielo es más oscuro que la tierra y, para aparecer más pesado aún que ella también, se vuelve plomizo. Y las nubes que nievan suelen ser anónimas. Nunca se sabe dónde están ni cuál empezó la cándida batalla. Nieva. Pero ¿quién nieva? He aquí el misterio de los verbos impersonales. Sobre todo cuando el verbo se hace nieve.
Y en este paisaje sin personajes, sin calor de vida, ante aquel cúmulo de materia amorfa, dúctil y blanquísima, caída de los cielos, ante tamaño yacimiento de posibilidades infinitas, no es de extrañar que, tras las vidrieras escarchadas de las ventanas de su casa, todo niño sueñe con hacer hombres de nieve, como Dios los hizo de arcilla. Con poblar aquel paisaje desértico, donde los hombres de carne y hueso resultan un poco extraños, con algún aborigen nacido de la nieve misma.
Y este Adán, sin mancilla de pecado original, habría de ser pesadote, flemático, rollizo. Ingenuo y bonachón como los osos blancos. Algo gigantesco también, a ser posible. Dejaría, claro está, que los niños se le acercaran y le colocasen entre los dientes una pipa que no ahumara. ¿Cómo iba a ahumar siendo él todo hielo? O que jugasen a darle por armamento una vieja escoba. Y cuando llegara el fin del mundo para el paisaje nevado, el hombre de nieve no tenía por qué morir y ser enterrado. Se liquidaría simplemente.
«Vagas voces en un paisaje» es un cuento extraído del libro «Cuentos de nubes y otros relatos» de Manuel de la Escalera
Cuentos de nubes y otros relatos
Una exquisita colección de cuentos, que recuerda una verdad hoy olvidada: la delicadeza esconde una pavorosa energía, la levedad presupone el heroísmo. Para mantener el espíritu abierto, la imaginación despierta, la mirada limpia, es preciso apoyarse en un carácter de roca, en la firma certeza de que nada hay tan sólido como una nube, la tierra no es sino materia que aspira a evaporarse.
En estos relatos, Manuel de la Escalera pretende definir lo indefinible. Pero la precaria existencia que en ellos se plasma, no provoca en el lector angustia, sino una cierta sonrisa que se deriva de su humorismo y de una sabiduría de elegante socarrón.
La nube y su espectáculo acaban siendo no sólo un remedio para la pobreza de abajo, sino una gloriosa aspiración a la que se tiende sin perder un segundo la lucidez sobre este encierro.
Manuel de la Escalera
San Luis de Potosí, México, 1895-Santander, 1994. Cineasta y escritor, estudió Bellas Artes en México y posteriormente, en Europa, psicología y cinematografía. Relacionado con la vanguardia cultural europea tanto en España como en París, en Santander fundó el Ateneo Popular y el Cine Club Proletario.
Durante la Guerra Civil rodó diversos documentales en el frente. Tras la conclusión de la contienda, fue detenido y pasó 23 años de su vida en diversas cárceles, llegando a ser condenado a muerte en 1944. Fruto de esta experiencia es «Muerte después de Reyes», que publicó en 1966 con seudónimo en la editorial mexicana Era. A raíz de este hecho, le aconsejaron que saliese de España y se marchó a México, donde trabajó como traductor. Tras su regreso a Santander en 1970 siguió desarrollando esta labor, además de colaborar en medios como «Triunfo», «Informaciones» o «Papeles de Son Armadans». Entre sus libros cabe destacar «Cuando el cine rompió a hablar», «Mamá grande y su tiempo» y «Cuentos de nubes».