Hoy tenemos la constancia arqueológica de que en el territorio considerado tradicionalmente como fenicio existió una continuidad, tanto poblacional como cultural, desde la primera Edad del Bronce (3.000-1.900 a.C.) hasta el fin de la Edad del Hierro (550 a.C.), con lo que la diferenciación entre las dos denominaciones usadas para los habitantes de esta región –cananeos y fenicios– no deja de ser un mero convencionalismo artificial. De este modo, y de forma generalizada, se viene utilizando el apelativo de fenicios para la Edad del Hierro, momento en que este pueblo adquiere las características que lo hicieron famoso, un pueblo marinero de comerciantes que se estableció por todo el Mediterráneo, reservando el término de cananeos para todo el periodo anterior.
Aun así, hemos de recordar que ellos siempre se denominaron a sí mismos cananeos, cuando no simplemente sidonios, bibliotas, tirios, etc., ya que el nombre de fenicios deriva del que les dieron los griegos, phoeniki, que significa ‘los hombres rojos’, al parecer debido al famoso colorante color púrpura que fabricaban.
Realmente nunca existió un Estado fenicio como tal. En el área que nos ocupa encontramos una serie de ciudades-Estado independientes entre sí, y gobernadas por monarquías hereditarias, cada una de las cuales controlaba un territorio de superficie desigual. Sólo bajo dominación persa se creará en Trípoli una especie de consejo federal en el que estaban representadas varias de las ciudades más importantes (Trípoli, Sidón, Tiro y Arwad).
Aun así, desde un primer momento siempre hubo entre las ciudades fenicias una que sobresalía sobre el resto, aunque esta superioridad no fue monopolizada por ninguna a lo largo del tiempo, ya que se fueron alternando. Durante el III milenio a.C. Biblos sería la ciudad más importante, y podría haber ejercido un cierto dominio sobre las demás. Durante el II milenio a.C. Biblos no estuvo sola, debido al ascenso de Ugarit que, a su vez, fue sustituida por Sidón tras ser destruida la anterior por los denominados «Pueblos del mar». Los sidonios continuaron destacando durante la Primera Edad del Hierro (1200-900 a.C.).
Ya en la Segunda Edad del Hierro (900-550 a.C.) se produjo la ascensión de Tiro, que no cedió su puesto hasta que en el año 572 a.C. se vio obligada a capitular ante el babilonio Nabucodonosor II, que había puesto cerco a la ciudad. Esto fue aprovechado en beneficio propio por Sidón, aunque por poco tiempo, ya que también esta resultó destruida por los persas a finales del siglo VI a.C.
Por regla general esta preponderancia de unas ciudades sobre otras y el dominio de potencias como Egipto, Babilonia o Persia no supuso en la práctica cambios en las dinastías reinantes en cada ciudad, ya que estas mismas familias siguieron ocupando el poder, aunque supeditadas al poderoso de turno, ya fuera este local o extranjero.
Los fenicios se asentaron en una estrecha franja de territorio de unos 200 km de largo por menos de 40 de ancho, encajonados entre las altas montañas del Líbano y Antilíbano por el este y el mar Mediterráneo al oeste. En esta costa son frecuentes las islas y bahías abrigadas, algo que las hace ideales para la construcción de puertos y para proteger las embarcaciones de un pueblo eminentemente marinero como el fenicio. De las montañas bajan estrechos valles de gran fertilidad de los que los nativos supieron beneficiarse, construyendo terrazas en las laderas a fin de aprovechar al máximo las escasas tierras de cultivo.
Este territorio englobaría aproximadamente lo que hoy es la costa sirio-palestina, con epicentro en el actual Líbano.
La expansión a Occidente
Al tratar de valorar los motivos por los que los fenicios se echaron a la mar en una época tan temprana para dirigir sus naves cada vez más al oeste han pesado sobremanera las tradiciones griega y romana, que consideraban que la principal razón era la innata inclinación de estos pueblos hacia el comercio y la aventura, algo que los llevaría a buscar las mercancías por todo el mundo conocido.
Pero la arqueología ha demostrado que la respuesta no es tan simple, y hoy se considera que más bien fue una combinación de múltiples circunstancias la que los llevó a frecuentar y asentarse en todos los rincones del Mediterráneo, e incluso a atravesar las temidas Columnas de Melkart (el estrecho de Gibraltar), límite occidental del mundo entonces conocido.
Una de las causas por las que los fenicios se lanzaron fuera de su tierra, y quizá la primera, parece ser la búsqueda de los metales de que carecían en su lugar de origen. Y es que, a la necesidad de estas materias primas en el día a día de la sociedad cananea, se sumó el hecho de que las potencias extranjeras que sucesivamente los dominaron les exigían el pago de tributos en metales y objetos de lujo, con lo que tuvieron que buscarlos allá donde se encontraran. En primer lugar lo hicieron en los alrededores de su patria: Chipre y Asia Menor, donde obtendrían cobre y hierro; Anatolia también era rica en plata, plomo y estaño; las islas del Egeo, de donde importaban plata; y la todavía no identificada Ofir, situada al parecer en algún punto indeterminado del mar Rojo, donde encontraban oro.
Pero estas fuentes cercanas pronto resultarían insuficientes, con lo que tuvieron que ampliar su radio de acción hacia tierras cada vez más lejanas, cruzando todo el Mediterráneo, recorriendo las costas atlánticas de la península Ibérica, parte de las de África y podrían, incluso, haber alcanzado las islas Británicas.
Tampoco debemos desdeñar como causa de esta expansión hacia tierras lejanas la naciente competencia de los griegos, que no cesaban de aumentar su presión en las aguas del Egeo y el Tirreno, pugnando por la obtención de las mismas mercancías.
Otra importante circunstancia constatada es que ya en los siglos XIII-XII a.C. había ciudades fenicias que debían importar alimentos, dado que no podían producir suficientes en sus territorios para alimentar a una población que no paraba de crecer. Este aumento poblacional, la escasez de tierras de cultivo y la consiguiente sobreexplotación y deforestación del territorio, desembocaron en continuas crisis de subsistencia que impulsaron a mucha gente a abandonar el campo y dirigirse a las ciudades, que eran incapaces de absorber una población que no cesaba de llegar. Población que tampoco encontraba aquí el sustento necesario, con lo que se convertía en un foco de descontento e inestabilidad.
Una vía de escape a esta situación, antes de que se volviera explosiva, era la salida de parte de estas personas y su asentamiento en colonias fundadas en otros puntos. La ubicación de las nuevas ciudades se seleccionaba cuidadosamente por sus condiciones favorables tanto para la agricultura como para el comercio.
Esta emigración no fue algo espontáneo de grupos de particulares que, por su cuenta y riesgo, se lanzaban a la aventura de buscar un lugar nuevo donde asentarse, sino que eran las mismas autoridades de las ciudades-Estado fenicias las que organizaban las expediciones como forma de liberar esta presión social, que no dejaba de aumentar. Eran estas aristocracias gobernantes las que proporcionaban las embarcaciones, seleccionaban a los participantes, los lugares de destino y las personas que los dirigirían tanto durante la travesía como una vez en tierra, donde organizaban los nuevos asentamientos reproduciendo a pequeña escala buena parte de los aspectos de las metrópolis. Los modos de vida, los cultos religiosos, los ritos funerarios e, incluso, la arquitectura de las nuevas fundaciones, serían un reflejo de aquellos que habían dejado atrás en sus lugares de origen. Más tarde, estos aristócratas a cargo de las expediciones se convertirían en las autoridades de las nuevas ciudades. Con frecuencia los contingentes colonizadores se dirigirían a puntos donde ya había pequeños asentamientos comerciales previos, que prepararían el terreno.
El texto y las imágenes de esta entrada son de un fragmento del libro: “Los fenicios en la península Ibérica” de Benjamín Collado Hinarejos
Los fenicios en la península Ibérica
Las investigaciones que se vienen desarrollando año tras año nos muestran de una forma cada vez más evidente una intensísima ocupación fenicia de amplias zonas de la península Ibérica, demostrándonos que no estamos ante simples comerciantes asentados en pequeños enclaves costeros, sino que su presencia e influencia se extendió mucho más de lo que los estudiosos admitían no hace muchas décadas.
En el Bajo Guadalquivir, los siglos de contacto e hibridación, tanto cultural como humana, darían lugar a lo que los griegos llamaron Tartessos, una cultura que hoy no se puede entender sin la temprana presencia fenicia en la zona. Y no solo eso, las relaciones de los cananeos (como ellos se llamabana sí mismos) con las comunidades ribereñas del Mediterráneo desde Andalucía hasta Cataluña impulsaron y aceleraron también una serie de transformaciones sociales y económicas que estarían en el origen de lo que llegaría a ser la cultura ibérica.
El libro que aquí les presentamos recoge esos nuevos estudios y trata de ofrecer las claves para comprender por qué tras la llegada de “Los hombres de rojo” a la península Ibérica, ya nada volvió a ser igual para sus habitantes.
Los fenicios en la península Ibérica – Benjamín Collado Hinarejos – Akal