Mirado con cierta perspectiva se comprende que el periodo de configuración de modelos políticos surgidos al paraguas del antifascismo fue muy breve. Los grandes esfuerzos tras la Segunda Guerra Mundial para elaborar constituciones progresistas, el poso que dejó en las conciencias la heroicidad de la lucha contra la tiranía y el intento de desnazificación que tuvo lugar entonces fueron importantes para erigir los pilares en los que se debía de sostener la Europa naciente, pero, por la rapidez y cortedad en su construcción, estos se han mostrado débiles e inútiles ante la erosión provocada por las inclemencias del neoliberalismo.
Esa configuración de un modelo social y antifascista duró muy poco porque Occidente enseguida «priorizó» la lucha contra el comunismo («prioridad» que casi siempre, salvo por cuestiones coyunturales, estuvo en la cabeza de las elites económicas y los grandes estrategas occidentales). Pero decir «priorizar» puede ser algo aventurado, puede pensarse que la lucha antifascista quedó en un segundo o tercer plano, cuando la realidad es que se desvirtuó totalmente. En el mejor de los casos, sirvió para el folclore de los desfiles militares que conmemoraban el final de la guerra, en el peor, los fascistas se convirtieron en una palanca al servicio de los intereses capitalistas. No era la primera vez que pasaba ni sería la última; ni siquiera la herida reciente de una Europa destruida por la guerra fue óbice para que la España franquista se convirtiera en una gran base del Ejército estadounidense o para que la Operación Gladio estuviera sostenida por miembros de extrema derecha o para que se protegiera a nazis como Adolf Eichmann y aupara a fascistas como Hugo Banzer.
No hubo filtros, contra el comunismo todo valía, en todas las áreas, y así el fascismo empezó a permear en nuestras sociedades. Como decía Olmo Dalco (Gérard Depardiú) en Novecento: «Los fascistas no son como los hongos, que nacen así en una noche, no. Han sido los patronos los que han plantado los fascistas, los han querido, les han pagado». Fue el anticomunismo, bandera de los países de la OTAN y de las clases altas, el que sirvió de cuña para el fascismo, pero no siempre de forma tan evidente como en los ejemplos narrados; aparecieron otros modos más sutiles que contribuyeron al despiste y a la ausencia de resistencias. Modos que hicieron que algunas ideas calaran en nuestra cabeza de forma imperceptible, como los fertilizantes y plaguicidas que se utilizan en los cultivos y cuyas sustancias acaban en los alimentos que consumimos, acumulándolas en nuestro organismo poco a poco, sin que nos demos cuenta.
Este ha sido el caso de algunas de las teorías filosóficas de Heidegger, uno de los filósofos más influyentes y polémicos del siglo XX, que indirectamente han encontrado un hueco en la actualidad. Y ello a pesar de que hoy casi nadie niega que su pensamiento es inseparable de su filiación nazi, y que por lo tanto su obra está plagada de conceptos y reflexiones propias de la visión del mundo nacionalsocialista (véase Heidegger. La introducción del nazismo en la filosofía). Entre los autores que asumieron parte de los fundamentos heideggerianos y que destacan por su importancia están Michel Foucault, Jean-Paul Sartre y Jacques Derrida. Pero ¿esto quiere decir que todo aquel que se considere discípulo de Heidegger incorpore en su ideario los elementos más peligrosos de su obra? ¿El compromiso político de Heidegger invalida la totalidad de su trabajo? Seguramente la clave estuvo en la capacidad de estos discípulos de desarrollar una relación crítica respecto a los planteamientos del autor alemán, ya que es incuestionable que, nos dice el propio Žižek (véase En defensa de las causas perdidas), Heidegger nos sirve para enfrentarnos a algunas de las cuestiones más importantes de la modernidad como el humanismo o la democracia.
Precisamente la influencia de Heidegger nos ha llegado a través de su discípula más conocida e idolatrada, Hannah Arendt, uno de los mejores ejemplos de esa asunción de algunos de los postulados heideggerianos más controvertidos. Paradójicamente, ya que se presupone que es una de las grandes objetoras del nacionalsocialismo, según Emmanuel Faye hizo una comprensión deshumanizada del género humano trabajador, tuvo una visión aristocrática de la concepción de convivir, disculpó a los pensadores del nazismo y en muchas ocasiones equiparó a víctimas y verdugos, ya que consideraba a las víctimas corresponsables de las atrocidades nazis al creer como cierta esa idea generalizada, y falsa, de la supuesta pasividad ante sus verdugos. También negó la intencionalidad del régimen nazi, reduciéndola, en palabras de Faye, «a una suerte de exasperación de la funcionalidad sin intención de las sociedades de masas».
Entonces, ¿por qué Arendt ha tenido tan buena acogida?, ¿por qué su obra es estudiada con entusiasmo por los movimientos y las gentes que buscan crear un mundo mejor?, ¿por qué se la considera una referencia para repensar los derechos humanos? La respuesta está en una de sus obras más célebres, Los orígenes del totalitarismo, donde Arendt plantea que la tendencia a las sociedades igualitarias provoca irremediablemente el advenimiento del totalitarismo. Ante ese «chantaje» muchos autores de la izquierda abandonaron el marxismo y acogieron el pensamiento arendtiano. Además, dicho pensamiento, al equiparar de forma acientífica el comunismo bolchevique con el régimen nazi, encontró un caldo de cultivo ideal en el contexto de la Guerra Fría.
Esto implicaba que, si asumimos como ciertas las conclusiones de Emmanuel Faye en Arendt y Heidegger, Arendt, rescatando parte de la obra de Heidegger, ofrecía una alternativa al socialismo de la URSS que encajaba con la búsqueda de nuevas ideas por parte de los sectores más culturalistas de la izquierda y con el pensamiento de los anticomunistas liberales. Por supuesto, Arendt, a diferencia de Heidegger, nunca quiso poner sus teorías al servicio del exterminio, pero en la práctica ha logrado desarmar intelectualmente a aquellas fuerzas políticas que anhelan un mundo mejor ante los envites, cada vez más fuertes, de los nuevos fascismos. Porque si renunciamos a los proyectos humanistas e igualitaristas, ¿qué estamos ofreciendo a los más invisibilizados por este sistema injusto? Ahí es cuando aparecen los Bolsonaro y los Trump e imponen sus propuestas. Era imaginable, no son buenos momentos para andar desarmados ahora que el Bella Ciao es un producto de éxito en el mercado de Spotify en lugar de una canción popular contra el fascismo.
Harun Kahwash Barba