Eran las diez de la mañana del 4 de agosto de 1897, Manolillo Campello Esclápez, un muchacho de catorce años que se dedicaba a llevar agua a los obreros que construían bancales para plantar granados en una loma de La Alcudia de Elche (Alicante), se entretenía mientras los hombres se tomaban un descanso. Imitando a los mayores, cogió una azada y se puso a cavar en un punto escogido al azar. Al golpear una piedra intentó extraerla, pues las utilizaban en la construcción de las paredes de los bancales. Pero antes quiso cumplir con las órdenes del propietario de la finca, el doctor Campello: todas las piedras que aparecían debían voltearse para comprobar que no estuvieran labradas, ya que los fragmentos escultóricos eran frecuentes en el lugar. Golpeó la piedra con la herramienta repetidas veces sin conseguir moverla, y al retirar la tierra suelta que la envolvía se encontró con unos ojos de piedra que lo miraban y que le hicieron soltar la azada, dar un salto y salir corriendo en busca de los hombres que continuaban echando un pitillo. Lo que aquel muchacho acababa de descubrir era nada más y nada menos que la obra cumbre del arte ibérico: la Dama de Elche.
La noticia del hallazgo se extendió como un reguero de pólvora, todo el mundo quería ver de cerca a la «Reina Mora», como se le bautizó popularmente casi de forma inmediata, siguiendo la secular costumbre española de calificar como moro cualquier resto antiguo localizado, independientemente de que fuera medieval o prehistórico.
Fue tal la afluencia de público que no quería dejar perder la ocasión de contemplar la escultura, que el doctor Campello se vio en la obligación de sacarla al balcón de su casa sobre dos taburetes para que pudiera ser observada por todos desde la calle, y saciar así su lógica curiosidad y expectación.
La Dama de Elche no fue el primer hallazgo de escultura ibérica del siglo XIX
Ya en 1871 se habían iniciado las primeras excavaciones oficiales en Montealegre del Castillo (Albacete), motivadas por la aparición de gran cantidad de figuras, principalmente damas oferentes ricamente engalanadas y enjoyadas, con complejos tocados y muchas de ellas portando vasos de ofrendas en sus manos. El lugar ya era conocido desde la Baja Edad Media por la aparición de esculturas, por lo que era conocido como el Cerro de los Santos, pero no será hasta ahora cuando los estudiosos se pregunten por el origen de esas esculturas que aparecían por docenas al limpiar el cerro de árboles y maleza.
Pese a la importancia de estos descubrimientos, o precisamente a causa de ello, ambos casos irán acompañados desde el principio por la polémica, al planear sobre ellos el fantasma de la falsificación. Y es que entre las muchas piezas auténticas que se desenterraron en Montealegre, y que desde un primer momento fueron objeto de un activo comercio, un avispado relojero de la población vecina de Yecla consiguió «colar» un número importante de falsificaciones, retocando además otras auténticas para hacerlas más raras y por lo tanto aumentar su cotización. Algunas de ellas no tardaron en ser descubiertas, al detectar los estudiosos algunas inscripciones imposibles a pesar de lo poco que se conocía entonces de la lengua de los íberos, y es que incluso llegaron a mezclar signos de diversos alfabetos. Esto hizo mucho daño a la credibilidad de las nacientes tesis que abogaban por la existencia de esa cultura singular, ya que algunas de estas falsificaciones o sus vaciados llegaron a exhibirse en las exposiciones universales de Viena (1873) y París (1878), donde fueron desenmascaradas, desacreditando al resto de obras verdaderas. Esto dio alas a los que negaban la existencia de esta cultura, y como consecuencia costó mucho trabajo convencer a los estudiosos internacionales de la realidad del mundo ibérico. La polémica afectó también a la Dama de Elche, de la que todavía hoy hay quien asevera que es una falsificación realizada en torno a las fechas de su supuesto hallazgo, algo que tras los análisis realizados en los últimos años ha quedado totalmente descartado.
Pero a pesar de esto hubo quien desde el primer momento supo apreciar la calidad y buena factura de la dama ilicitana. El arqueólogo francés Pierre Paris se encontraba casualmente en nuestro país en aquellos momentos, y cuando tuvo noticia del hallazgo se trasladó inmediatamente hasta Elche, cerrando la compra de la escultura por 4.000 francos (unas 5.200 pesetas de la época), y enviándola hasta París, donde estuvo expuesta en el Louvre hasta que un acuerdo de intercambio de obras de arte entre los gobiernos español y francés nos la devolvió en 1941.
Será también en buena medida mérito de Pierre Paris el despertar del interés hacia lo ibérico en Europa, gracias a la publicación en 1904 de su obra Essai sur l’art et l’industrie de l’Espagne primitive donde, además de presentar al mundo la Dama adquirida en nuestro país, hacía una descripción detallada de un gran número de piezas ibéricas de todo tipo.
Pero todavía quedaba pendiente algo tan importante como era la datación de todo este material, encontrarle su lugar en la historia y darle toda una cobertura histórica. Porque, ¿quiénes eran estos íberos?, ¿de donde surgieron?, ¿era una cultura cien por cien autóctona o llegaron de alguna otra parte?
Autores grecolatinos
La referencia más antigua de que disponemos en la que se cita a los íberos la encontramos en la Ora Marítima, obra del poeta latino Avieno que, aunque escrita en el siglo IV d.C., parece que está basada en un derrotero de marinos massaliotas que se remontaría al siglo VI a.C. En ella Avieno nos habla de estos íberos como un pueblo diferenciado del resto de comunidades étnico-geográficas que habitaban las costas mediterráneas de la península Ibérica.
Los autores grecolatinos que escribieron con posterioridad coincidieron en lo fundamental con Avieno, señalando la presencia de los íberos en la franja mediterránea peninsular, designando con esta denominación a un conglomerado de pueblos diferentes pero que ellos consideraban menos bárbaros que los que habitaban en el interior. Sin embargo será en el término «Iberia» donde estos mismos autores creen confusión, al no distinguir muchas veces entre «Iberia» como territorio ocupado por los íberos e «Iberia» como alusión al conjunto de la Península, haciendo un uso similar al que posteriormente harían los romanos con el término «Hispania».
No está nada claro el origen de los términos «Iberia» e «íberos», aunque a lo largo de los tiempos se hayan intentado múltiples explicaciones. La que más aceptación ha tenido es aquella que propugna que ambos vocablos provienen del río Ebro, Iber para los griegos. El problema de esta teoría es que la referencia más antigua a Iberia se refiere exclusivamente a la costa atlántica meridional, más allá del estrecho de Gibraltar, en concreto al área en torno al río Tinto, desde donde luego se extendería al resto de la costa mediterránea y posteriormente a la totalidad de la Península. Avieno, en su descripción de esa zona, nos dice lo siguiente:
Después, nuevamente un cabo y el rico templo consagrado a la Diosa Infernal, con cueva en oculta oquedad y oscura cripta. Cerca hay una gran marisma llamada Erebea. También se cuenta que hubo primitivamente en estos lugares la ciudad de Herbi, que aniquilada por las tempestades de las guerras, ha dejado tan solo su fama y su nombre a la comarca. Después mana el río Hiberus, cuyas aguas fecundan estos lugares. Muchos afirman que de él reciben el nombre los íberos, y no del río que corre entre los inquietos vascones. Y toda la tierra que está situada en la parte occidental de dicho río es llamada Iberia.
Del mismo modo, otros investigadores opinan que el nombre no se refiere en concreto al Ebro, sino que sería un término más general referido a río, y recuerdan que en euskera río se dice ibai, lo que no deja de ser elocuente si tenemos en cuenta el considerable número de coincidencias que se encuentran entre ambas lenguas. Para complicar más la cuestión, vemos como los griegos no dieron este nombre solo a la península Ibérica sino que bautizaron del mismo modo a otra región del Cáucaso. Según Estrabón (XI, 2, 19), el motivo para esa coincidencia en la toponimia era únicamente la existencia de minas de oro en ambos territorios, sin especificar cuál de las dos fue la primera en recibir dicho nombre.
El texto y las imágenes de esta entrada son de un fragmento del libro: «Los íberos y su mundo» de Benjamín Collado Hinarejos
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