En los últimos años, cuando los valores socialistas y el mito del sionismo secular naufragaron bajo el impacto financiero del libre mercado, se hicieron necesarias muchas más capas de pintura religiosa para decorar el ficticio ethnos. Pero incluso entonces, hacia finales del siglo XX, Israel no se convirtió en un Estado más teocrático. Aunque en la dinámica de la política israelí los elementos religiosos se han fortalecido, la modernización de esos mismos elementos progresivamente los ha vuelto más nacionalistas y por ello mucho más racistas. La falta de separación entre el estamento rabínico y el Estado nunca reflejó la fuerza real de la fe, cuyo auténtico impulso religioso de hecho ha decaído con los años. La ausencia de separación ha sido un producto directo de la endémica debilidad de un nacionalismo inseguro, que estaba obligado a tomar la esencia de su imaginería y de sus símbolos de la religión tradicional y de sus textos, convirtiéndose así en su rehén.
Igual que Israel no era capaz de decidir sobre sus fronteras territoriales, tampoco supo dibujar las fronteras de su identidad nacional. Desde el principio dudó cómo definir la pertenencia al ethnos judío. Para empezar, el Estado pareció aceptar una definición abierta de que un judío era cualquier persona, hombre o mujer, que se considerara judía. En el primer censo, realizado el 8 de noviembre de 1948, los residentes tenían que rellenar un cuestionario en el que señalaban su nacionalidad y religión, y ésas fueron las que sirvieron de base para el registro civil. De esta manera, el joven Estado se las arregló discretamente para judaizar a muchos cónyuges que no eran judíos. En 1950 a los recién nacidos se los inscribía en una página separada sin referencia a la nacionalidad o religión; pero había dos formas de hacerlo, una en hebreo y otra en árabe, y el que rellenaba un cuestionario hebreo se consideraba que era judío.
La Ley de Retorno
También en 1950, el Parlamento israelí –la Knesset– aprobó la Ley de Retorno. Ésta fue la primera ley fundamental que dio fuerza legal a lo que había establecido la Proclamación de la Independencia. La ley declaraba: «Todo judío tiene el derecho a venir a este país como oleh [emigrante]» a no ser que «esté comprometido en alguna actividad dirigida contra el pueblo judío, o pueda poner en peligro la salud pública o la seguridad del Estado». Posteriormente, en 1952, llegó la ley que concedía automáticamente la ciudadanía sobre la base de la Ley de Retorno.
Desde finales de la década de los cuarenta, el mundo vio con razón a Israel como un refugio para los perseguidos y desplazados. La sistemática masacre de los judíos de Europa, y la total destrucción del pueblo de habla yiddish, atrajo una amplia simpatía hacia la creación de un Estado que sería un lugar seguro para los que quedaban. En la década de los cincuenta, como consecuencia del conflicto árabe-israelí pero también por el auge de un nacionalismo árabe autoritario, semirreligioso y no especialmente tolerante, cientos de miles de judíos árabes fueron expulsados de sus hogares. No todos podían llegar a Europa o Canadá; algunos marcharon a Israel, al margen de que desearan o no ir allí. El Estado estaba complacido e incluso buscó atraerlos (aunque veía con inquietud y desprecio las diversas culturas árabes que traían con sus escasas pertenencias). En estas circunstancias, la ley que concedía el derecho de emigrar a cualquier refugiado judío que sufriera persecución por causa de su fe o de su origen fue totalmente legítima. Incluso hoy semejante ley no entraría en conflicto con los principios básicos de cualquier democracia liberal que se encontrara con que muchos de sus ciudadanos sienten un parentesco y un destino histórico común con gente cercana a ellos que sufre la discriminación en otros países.
Sin embargo, la Ley de Retorno no era un estatuto dirigido a convertir a Israel en un lugar seguro para aquellos que eran perseguidos en el pasado, presente o en el futuro porque la gente los odiara por ser judíos. Si los artífices de la ley hubieran deseado que fuera así, la hubieran situado dentro de una plataforma de principios humanistas, vinculando el privilegio del asilo a la existencia y amenaza del antisemitismo. Pero la Ley de Retorno y la Ley de Ciudadanía asociada con ella fueron productos directos de una visión del mundo étnica y nacionalista, dirigida a proporcionar una base legal al concepto de que el Estado de Israel pertenece a los judíos del mundo. Como declaraba Ben-Gurion en el comienzo del debate parlamentario sobre la Ley de Retorno: «Éste no es un Estado judío solamente porque la mayoría de sus habitantes son judíos. Es un Estado para los judíos dondequiera que se encuentren y para cualquier judío que desee estar aquí».
Cualquiera que estuviera dentro del «pueblo judío» –incluyendo a personajes tan destacados como Pierre Mendès France, primer ministro francés a comienzos de la década de los cincuenta; Bruno Kreisky, canciller austriaco en la década de los setenta; Henry Kissinger, secretario de Estado de EEUU en aquel momento, o Joe Lieberman, candidato demócrata a la vicepresidencia de Estados Unidos en el año 2000– era potencialmente un ciudadano del Estado judío, y su derecho para establecerse allí estaba garantizado por la Ley de Retorno. Un miembro de la «nación judía» puede ser un ciudadano pleno con los mismos derechos en cualquier democracia liberal incluso puede tener un cargo electo en ella; pero el principio sionista sostenía que una persona semejante estaba destinada, incluso obligada, a emigrar a Israel y convertirse en su ciudadano. Además los inmigrantes podían abandonar Israel inmediatamente después de su llegada, y sin embargo mantener su ciudadanía israelí para el resto de sus vidas.
Este privilegio, que no se extendía a los familiares cercanos de ciudadanos israelíes no judíos, debía haber incluido una clara definición de quién estaba verdaderamente cualificado para disfrutar de él. Pero ni la Ley de Retorno ni la de Ciudadanía –que aseguraba la continuación de los estatus oficiales de la Federación Sionista y del Fondo Nacional Judío en Israel, consolidando aún más a Israel como el Estado de la judería mundial– incluyen semejante definición. La cuestión apenas se planteó durante la primera década de existencia del Estado. La sociedad que estaba tomando forma y triplicando su población estaba comprometida en crear una base cultural común para las masas de emigrantes, y la pregunta realmente urgente era: ¿cómo se convierte uno en israelí?
El fracaso político y la retirada forzosa de la península del Sinaí en 1956 enfriaron la acalorada atmósfera que prevaleció después de la victoria militar en la guerra de Suez. En marzo de 1958, durante este periodo más calmado de la atmósfera nacional, el ministro del Interior Israel Bar Yehudah, un fiel representante de la izquierda sionista (como líder de Ahdut Ha’avodah), dio instrucciones para que «una persona que declare sinceramente que es un judío sea registrada como judío, sin exigir pruebas mayores». Como era de esperar, los representantes del campo religioso-nacional se enfurecieron. El sagaz primer ministro Ben-Gurion, sabiendo de sobra que sería imposible en un Estado de emigrantes determinar sobre una base puramente voluntaria quién era judío, pronto invalidó el gesto secular de ministro del Interior, y se restauró el ambiguo orden. La cartera de Interior fue puesta en manos del sector judío ortodoxo que regresó a la «identidad» de la madre como base para registrar a los judíos.
La naturaleza del nacionalismo judío, consagrada en las leyes del Estado, atrajo una considerable atención cuatro años más tarde. En 1962, Shmuel Oswald Rufeisen, conocido como «Hermano Daniel», hizo una petición al Tribunal Supremo para que el Estado le reconociera su nacionalidad judía. Rufeisen había nacido en una familia judía en Polonia en 1922, y en su juventud se unió al movimiento juvenil sionista. Luchó como partisano contra la ocupación nazi y salvó la vida de muchos judíos. En algún momento se escondió en un monasterio donde se convirtió al cristianismo; después de la guerra estudió para ordenarse sacerdote y, para ir a Israel, se convirtió en un monje carmelita. En 1958 marchó a Israel porque quería formar parte del destino judío y todavía se consideraba un sionista. Después de haber renunciado a su nacionalidad polaca, solicitó la ciudadanía israelí sobre la base de la Ley de Retorno, sosteniendo que, aunque fuera de religión católica, todavía seguía siendo judío por «nacionalidad». Cuando su solicitud fue rechazada por el Ministerio del Interior, apeló al Tribunal Supremo. Por una decisión de cuatro contra uno, el tribunal rechazó su petición de ciudadanía israelí sobre la base de la Ley de Retorno. Sin embargo se le concedió un carné de identidad israelí que decía: «Nacionalidad: indeterminada»
En última instancia, la traición al judaísmo del Hermano Daniel al unirse a la religión del Nazareno superó a la determinista imaginería biológica. Quedó categóricamente decidido que no había nacionalidad judía sin su armazón religioso. El sionismo etnocéntrico necesitaba que los preceptos halajaicos fueran sus principales criterios, y los jueces seculares entendieron muy bien esta necesidad histórico-nacional. Otra consecuencia de esta decisión sobre el concepto de identidad en Israel fue negar el derecho del individuo a declararse a sí mismo como judío; ahora, sólo la autoridad judicial soberana podía determinar la «nacionalidad» de un ciudadano que vive en su propio país.
Otro importante caso judicial para la definición de un judío se produjo hacia finales de la década. En 1968, el mayor Binyamin Shalit solicitó al Tribunal Supremo que ordenara al Ministerio del Interior que registrara a sus dos hijos como judíos. A diferencia del Hermano Daniel, la madre de estos dos niños no era judía de nacimiento, sino una escocesa gentil. Shalit, un respetado oficial del victorioso ejército israelí, sostenía que sus hijos estaban creciendo como judíos y deseaban ser considerados ciudadanos plenos en el Estado del pueblo judío. En lo que pareció un milagro, cinco de los nueve jueces que atendieron la petición decidieron que los niños eran judíos por nacionalidad, si es que no lo eran por religión. Pero esta decisión excepcional sacudió a toda la estructura política. Esto se produjo después de la Guerra de los Seis Días de 1967, cuando Israel había capturado a una gran población no judía, y la oposición a mezclarse con gentiles se había vuelto más rígida. En 1970, bajo presión del estamento religioso, se modificó la Ley de Retorno para incluir, finalmente, una definición completa y exacta de quién es un auténtico miembro del pueblo de Israel: «Un judío es alguien que ha nacido de una madre judía, o que se ha convertido al judaísmo y no pertenece a ninguna otra religión». Después de veintidós años de vacilaciones y cuestionamientos, el vínculo instrumental entre la religión rabínica y el nacionalismo esencialista quedaba ahora definitivamente soldado.
No hace falta decir que muchos defensores seculares del nacionalismo hubieran preferido un criterio más flexible o científico con el que definir a los judíos, por ejemplo, aceptando casos en los que el padre era judío, o encontrando algún marcador genético que desvelara el carácter judío de una persona. Pero, en ausencia de un criterio más amplio o de un criterio científico fiable, la mayoría judía israelí se resignó al veredicto halajaico. Para ellos, era preferible la rígida tradición a un grave difuminado de la distinción judía y que Israel se convirtiera en una simple democracia liberal perteneciente a todos sus ciudadanos. Desde luego, no todos los israelíes aceptaron la estricta definición de su judeidad.
Después de la enmienda a la Ley de Retorno hubo una persona que solicitó cambiar la nacionalidad, recogida en su carné de identidad, de judía a israelí. Georg Rafael Tamarin era profesor en la Universidad de Tel Aviv. Había llegado desde Yugoslavia en 1949 y se había declarado judío. A comienzos de la década de los setenta solicitó que se cambiara su nacionalidad de judía a israelí por dos razones: la primera porque, en su opinión, el nuevo criterio para definir a un judío se había vuelto «racial-religioso», y la segunda, porque el establecimiento del Estado de Israel había creado una nacionalidad israelí, a la que él sentía que pertenecía. Su petición fue rechazada por unanimidad; los jueces decidieron que tenía que conservar su nacionalidad judía, ya que no existía una nacionalidad israelí.
Curiosamente, el presidente del Tribunal Supremo, el juez Shimon Agranat, condecorado con el Premio Israel, no basó su decisión simplemente en la Proclamación de la Independencia. También procedió a explicar por qué existía una nación judía pero no una nación israelí. La conceptualización de Agranat del carácter de nación y de nacionalidad era inconsistente y descansaba por completo en aspectos subjetivos, aunque no permitiera una elección individual, y reflejaba la ideología dominante en Israel. Citaba las lágrimas y la emoción de los paracaidistas israelíes cuando se apoderaron del Muro occidental como prueba de la existencia de una nación judía, mostrando así que estaba más influido por los relatos de los periódicos que por los libros de historia y de filosofía política, aunque eso no le impidió hacer alarde de su erudición en la redacción de la sentencia.
A pesar de la estrecha definición de judío en la Ley de Retorno, las necesidades pragmáticas del Estado eran demasiado fuertes como para excluir a otros emigrantes «blancos». Tras una oleada de antisemitismo en Polonia en 1968, muchas otras familias que emigraron desde allí tenían un cónyuge no judío. En la segunda mitad del siglo XX, tanto en la Unión Soviética y el bloque comunista como en los países liberal democráticos, había numerosos «matrimonios mixtos» que fomentaban la asimilación en las diversas culturas nacionales. (Este fenómeno llevó a Golda Meir, la agresiva primera ministra israelí, a declarar que un judío que se casara con un gentil estaba de hecho uniéndose a los seis millones de víctimas de los nazis.)
Esta grave situación forzó a los legisladores a equilibrar la estrecha definición de judío, ampliando significativamente el derecho a la aliyah, la emigración a Israel. Se añadió la cláusula 4.ª a la Ley de Retorno. La llamada «cláusula de los nietos» permitía emigrar a Israel no sólo a los judíos, sino también a sus hijos, nietos y cónyuges «no judíos». Era suficiente que un abuelo fuera calificado de judío para que sus vástagos se convirtieran en ciudadanos de Israel. Esta importante cláusula más tarde abriría la puerta a la gran afluencia de emigrantes que empezó a comienzos de la década de los noventa con la caída del comunismo. Esta emigración, que no tenía ninguna dimensión ideológica –en la década de los ochenta Israel había empezado a pedir a Estados Unidos que no aceptara a refugiados judíos soviéticos–, significaba que más del 30 por 100 de los recién llegados no podían quedar registrados como judíos en sus carnés de identidad.
Aunque cerca de trescientos mil nuevos emigrantes no fueron clasificados como miembros del pueblo judío («una asimilativa bomba de relojería» como la describió la prensa israelí), esto no evitó la continua intensificación de la identidad etnocéntrica, una intensificación que había comenzado a finales de la década de los setenta. Paradójicamente, el auge del Likud, dirigido por Menahem Begin, fortaleció dos procesos que habían sido evidentes en la cultura política de Israel durante algún tiempo: la liberalización y la etnicización.
El declive del socialismo sionista, cuyos orígenes en el este de Europa no habían sido especialmente tolerantes o pluralistas, y la llegada al poder de un partido popular de la derecha que desagradaba a la mayoría de los intelectuales israelíes dieron mayor legitimidad a la confrontación política y cultural. Israel se acostumbró a periódicos cambios de poder como no había conocido durante los primeros treinta años de su existencia, y la tradición de protesta y de crítica también cambió. La primera guerra del Líbano mostró que era posible atacar al gobierno incluso mientras rugían las batallas y a pesar de eso no ser denunciado como un traidor.
Al mismo tiempo, la gradual reducción del Estado del bienestar sionista-socialista y el ascenso del neoliberalismo económico aflojó de alguna manera las coacciones de la supraidentidad del Estado. Cuando el omnipotente Estado nacional se convirtió en una institución de responsabilidad limitada, las subidentidades alternativas se hicieron más fuertes, especialmente étnicas y comunales.
Aunque la cultura israelí continuó desarrollándose y prosperando durante los primeros veinte años de dominio sobre los territorios que habían sido apropiados en 1967 –dos décadas que pasaron bastante tranquilamente–, los proyectos para consolidar una identidad civil israelí se vieron debilitados. La política de asentamientos masivos en la Ribera occidental y en la Franja de Gaza fue una manifiesta política de apartheid; aunque animaba a sus ciudadanos para que se establecieran en los territorios ocupados, Israel no se anexionó legalmente la mayoría de ellos para evitar ser responsable de sus habitantes locales. Esto condujo a la creación en los nuevos espacios de una «democracia de amos» subvencionada por el Estado que reforzaba una arrogante conciencia etnocéntrica incluso entre los círculos relativamente democráticos de Israel.
Otro factor que acentuó la tendencia esencialista excluyente en la población judía, especialmente en sus sectores tradicionales y socioeconómicamente más débiles, fue la erupción en la escena pública y en los medios audiovisuales de figuras palestino-israelíes de un nuevo tipo que se atrevían a reclamar su derecho a compartir por igual la patria común. El miedo a perder los privilegios sionistas que les había concedido la naturaleza «judía» del Estado exacerbó una egoísta exclusividad «étnica» entre las masas, especialmente entre los «judíos orientales» o entre los «judíos rusos» que no se habían integrado culturalmente lo suficiente en Israel y que por ello estaban económicamente recompensados por debajo de la media. Estos grupos se sentían especialmente amenazados por las crecientes demandas de igualdad que llegaban de los representantes de la población árabe.
El texto de esta entrada es un fragmento del libro “La invención del pueblo judío” de Shlomo Sand
La invención del pueblo judío – Shlomo Sand – Akal
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