A mi buen amigo Gervasio Guzmán se le instaló hace poco, puerta con puerta, una nueva vecina que, a la segunda conversación que tuvieron, y tal vez mosqueada por su acento, lo miró ceñuda y le dijo: «Usted no será ni vasco ni catalán, ¿verdad? Porque yo con vascos y con catalanes no quiero saber nada».
La vecina de Gervasio es un ejemplo arquetípico de separatista. Conozco muchos separatistas de su estilo.
Están, por ejemplo, los que declaran con gran solemnidad que ellos no compran en una determinada cadena de hipermercados porque sus dueños, vascos, son –dicen– «malos españoles». En consecuencia, acuden a comprar a hipermercados franceses, cuyos dueños deben de ser –digo yo– buenísimos españoles.
Están también –es otro ejemplo, aunque de género muy distante– los que consideran como la cosa más natural del mundo definir la guitarra como instrumento «españolísimo», pero que pondrían cara de perfecto estupor si alguien afirmara que la tenora catalana o la alboka son «españolísimas».
Es gente que identifica España con su propio conglomerado cultural y recela –o abomina, directamente– de cuanto se separa de las pautas y las señas de identidad que tiene por buenas. (No del todo. Porque torcerá el gesto si sale en TVE alguien que canta en catalán o en euskara a traición y sin subtítulos, pero jamás de los jamases protestará porque lo haga en inglés).
Más de una vez he dicho que ejercer de vasco o de catalán –o de gallego, llegado el caso– en la España fetén, patria única e indisoluble de todos los españoles, viene a ser como ser zurdo en tierra de diestros. Sólo un zurdo puede calibrar lo molesto que resulta que casi todo esté previsto para comodidad de los que se manejan con la mano derecha. Para los diestros no hay problema. Ni reparan en el asunto: consideran que la vida funciona así porque es lo natural, y ya está.
Esa situación tiene como resultado que los que ejercemos de periféricos –y de zurdos, que a mí se me junta todo– no nos encontremos nada a gusto dentro de una supuesta comunidad en la que la mayoría oscila entre no tenernos en cuenta, desconfiar de nosotros y mirarnos mal. ¿A quién puede extrañarle que nos sintamos incómodos en semejante compañía?
Jamás he tenido vocación separatista. Soy de natural conviviente. Es más: me caen bien –genéricamente– todos los españoles, lo sean por voluntad propia o por obligación. A decir verdad, me cae genéricamente bien toda la Humanidad. Pero, para llevarme bien con alguien, me hace falta que se deje. Es una condición muy elemental, pero imprescindible.
Hay algunos que, según se comportan, se diría que quieren que Euskadi y Cataluña estén en España más que nada para tener con quién hacer vudú.
Son los peores separatistas. En realidad, son los verdaderos separatistas, porque lo son por gusto, no forzados.
*Artículo tomado de los Apuntes del Natural y El Mundo y publicado originalmente el día 3 de octubre de 2005
Javier Ortiz, talento y oficio de un periodista
Este libro no es únicamente un homenaje a un periodista rara avis, uno de esos que no tienen reparo en poner el dedo en la llaga: es un homenaje al periodismo independiente, a los periodistas que se enfrentaron al Poder y no callaron cuando callar era la opción más sencilla. Javier Ortiz era un periodista «enganchado», alejado de la desidia burocrática, con pasión por su oficio, con tendencia a la rebeldía y con la pluma en ristre cargada de principios éticos y análisis mordaces.
Quien conozca el trabajo de Javier Ortiz no se sorprenderá del contenido: una andanada de escritos que apunta en todas direcciones, sin miedo, con claridad y concisión, tratando los temas intratables, los tabúes creados a partir de los consensos de nuestra Transición.
Hoy es más necesario que nunca volver a leerle, pues, aunque hace diez años que Javier nos abandonó, sus textos nos ayudan a entender el pasado y el presente, y a afrontar el futuro con espíritu crítico y valentía.