Todo conocedor en la materia de la globalización sabe que esta no se trata de un fenómeno nuevo o único, puede que sí en dimensiones, en su mayor capacidad de llegar a rincones insospechados del planeta –a aquellas comunidades más aisladas y despobladas–, de modificar sustancialmente sus modelos de subsistencia y de limar sus diferencias culturales por medio de un mundo que se reconoce a través de internet y de los mass media. Pero no hay novedad en el hecho en sí.
Robert M. Mark, André Gunder Frank, Peter Frankopan, Peter Gordon o Juan José Morales ya apuntaban en esa dirección: la visión de una globalización genuina y primeriza en la historia es parte de un relato eurocéntrico, y ahora, por ejemplo, Asia vuelve a recuperar la importancia que una vez tuviera en la economía global. EEUU se mantiene como hegemón, pero dicho dominio se pone en cuestión por potencias como China e India. Mientras tanto, la economía neoliberalizada se ha extendido como un gas que vicia el aire, debilitando a su paso los conceptos (como nación o derechos humanos) que un día creímos eternos.
La globalización occidental de la que todos hablan no es más que un reflejo momentáneo de un fenómeno mucho más grande. Frente a nuestra globalización «singular y única» existen unas globalizaciones que surgen tiempo ha y que no son más que modos –múltiples y diversos– de ver el mundo, que tienden a ser universalizantes y que con un contexto favorable y una posición de fuerza se imponen a nivel global en ámbitos como la economía y la cultura. Pero, insisto –insiste Joseba Gabilondo, autor de un excelso texto sobre cómo nuestra modernidad se enraíza en la Edad Media–, esto no es tan novedoso como quieren hacernos creer. Joseba nos recuerda que, «incluso la división entre “humanos-otros” de la tribu más pequeña es universalizadora y, por tanto, global».
Pero la existencia de una heterogeneidad de globalizaciones actuales e históricas no niega en ningún caso los terribles efectos de la actual globalización neoliberal; de la que mucho se ha teorizado. En torno a su estudio hay una variable que parece menor pero que es central: el tiempo. ¿En qué fase de esta globalización nos encontramos?, ¿cuál es la rapidez del proceso de descomposición del orden mundial? Según las respuestas, las visiones y conclusiones pueden llegar a ser antagónicas. En ciertos sectores del abanico ideológico de la izquierda se suele coincidir en el de dónde venimos, pero son incapaces de llegar a un acuerdo sobre en qué punto estamos.
Pero no es la labor de este artículo reflexionar acerca de esta polémica (que daría para folios y folios), sino –sea cual sea el punto de crecimiento del posible mundo multipolar o el alcance de la pérdida de hegemonía de EEUU o la gravedad de la merma de la soberanía por parte de las naciones– centrarse en las nuevas posibilidades que se dibujan en el horizonte una vez se haya descompuesto dicho orden mundial. Es decir, centrarse en los tiempos que están por venir.
Y en ese terreno, a mi parecer, Globalizaciones ‒de Joseba Gabilondo, premio de ensayo Miguel Unamuno‒, partiendo de esa idea de la descomposición de los Estados-nación y del ascenso de una aristocracia global que se reconoce a sí misma sin importar el territorio ‒tan reconocible del polémico ensayo de Negri y Hard (Imperio)‒ es un título que no debe pasarse por alto. Joseba propone un ejercicio para pensar el presente mirando el pasado, más concretamente la Edad Media, desprendiéndose de la forma moderna en la que se entendió ese periodo. En este ensayo, no importa tanto el tiempo como «parte de la secuencia de los sucesos», sino como un concepto más amplio e histórico; «una genealogía retrospectiva y retroactiva que nos ayude a comprender y […] a desaprender la historia moderna recibida». Su trabajo no consiste en comprender el ahora como una causa de la Edad Media, sino en analizar nuestro tiempo con los términos medievales que definen nuestra globalidad.
Las razones para realizar esta mirada hacia el pasado medieval son varias:
- Porque, a pesar de que para gran parte del Sur global ya se vivía en la Edad Media (un Medievo universalizado por el imperialismo estadounidense que no permitía a los habitantes de las periferias pertenecer al sueño de la clase media consumista), ahora, la crisis de EEUU-Europa, como en antaño la decadencia de Roma, promueve y da forma a los «nuevos bárbaros» de dentro –paganos– y fuera.
- Porque la falta de estabilidad de los Estados parece una analogía de los reinos medievales, que no se definían por su soberanía y que tomaban las fronteras como puntos de referencia.
- Porque el fundamentalismo, el religioso o el neoliberal (al interpretar este modelo económico como el único posible), es otra de las características medievales que ya padecemos, puesto que es la fórmula utópica con que la población ha buscado la manera de acceder a una verdad universal que se enfrente a la ideología posmoderna.
- Porque las movilizaciones son cada vez más de carácter local, producto de una heterogeneidad de sujetos políticos que no se pueden reducir a uno universal (como lo era el proletariado en el siglo XX).
Es difícil no leer estas razones sin pensar rápidamente en la famosa novela y exitosa serie de televisión Canción de hielo y fuego/Juego de tronos. ¿No es con la descomposición de los Siete Reinos como se dispersa el poder político en diversos actores que luchan entre sí para convertirse en aquellos que reconstruyan otro poder centralizado, al igual que pasó con la descomposición de Roma e igual que parece que empieza a suceder ahora? ¿No es la guerra la única certeza en esos momentos de inestabilidad de esa ficción, de la misma manera que los tambores de guerra son más ensordecedores actualmente? ¿No tienen en Juego de tronos una importancia mayúscula los sujetos expulsados, marginados y excluidos por el poder central? ¿No son los salvajes que viven tras el Muro, los esclavos y los dothrakis los «bárbaros de fuera», igual que lo son las personas que viven en el Sur global? ¿Y la Hermandad sin Estandartes, los bastardos, las mujeres y los marginados (que representan a los jóvenes precarios, los inmigrantes y los hijos de estos y, por supuesto, las mujeres) no son los «bárbaros de dentro»? ¿No es la unión entre Khaleesi, Jon y Tyrion, la mujer, el bastardo y el enano, los marginados por el sistema, un símil de la idea de parte de la izquierda que busca combinar la heterogeneidad de sujetos de los movimientos sociales? ¿Y qué me decís de los fundamentalismos –ahora que estos brotan por todas partes– encabezados por el Gorrión Supremo y la Mujer Roja?
¿Nos acercamos peligrosamente a un Juego de tronos real? Mientras la izquierda resuelve a gritos el problema del sujeto político, parece que se acerca un futuro con tintes del pasado medieval. Quizá un momento apocalíptico y de caos… pero que no cunda el pesimismo, recordad a Baelish:
«El caos no es un pozo. El caos es una escalera. Muchos que tratan de subir por ella caen y nunca consiguen volver a intentarlo. La caída acaba con ellos. Y a algunos se les da la oportunidad de subir pero se niegan. Se aferran al reino o a los dioses o al amor. Ilusiones. Sólo la escalera es real. La subida es todo lo que hay»