Es la ciencia un conjunto de conocimientos, físicos, químicos, biológicos o culturales, que son válidos por sí mismos y que pueden tener o no aplicaciones en los campos de producción de riquezas o de fabricación de armas. La historia de España con su tardía industrialización, sus problemas políticos y el lento desarrollo de sus universidades ha hecho que la ciencia en sí misma tuviese poco impacto en su desarrollo económico y escaso reconocimiento social.
En el mundo actual todo se identifica con un icono, y si tuviésemos que buscar uno que identificase la ciencia moderna sería, sin duda, la figura de A. Einstein. Este, que escribió sus primeros trabajos siendo empleado de la oficina de patentes de Berna, sin financiación ni equipos de investigación, se hizo famoso a partir de la década de los veinte del pasado siglo, tanto por su obra como por su actividad filosófica, política y cultural, envuelta en su informal imagen de genio desaliñado. Con él convivieron científicos como Oppenheimer, Gödel, Heisenberg, Fermi, Schrödinger o Turing, que unas veces fueron recompensados con la fama e incluso con el Premio Nobel, otras no, pues ese premio es fruto de una elección política entre muchos candidatos merecedores de él. Sin embargo, parece que todo el prestigio ante la opinión pública se quedó en el icono de Don Alberto.
Los científicos deben buscar la verdad en su campo y aumentar el conocimiento, dentro de sus programas de investigación puros, o de uso militar –por desgracia los que se llevan la mayor financiación– o civil, asociados al desarrollo de la industria farmacéutica, de la energética… En España, sin embargo, la escasa presencia de la investigación en la empresa, lógica en el país del turismo y la burbuja del ladrillo, reyes y motores de la economía, ha hecho que las universidades sean las protagonistas básicas de la investigación. Unas universidades que en los últimos 40 años vieron aumentados sus recursos, no siempre bien aprovechados, en las que no se ha formado ningún Premio Nobel pero si muchos científicos y humanistas de valía media y alta.
En esas universidades, ya antes de la crisis y más con ella, se ha desatado una feroz competición por la búsqueda de recursos, más públicos que privados, labor que no es propia de un científico, pero en la que muchos deben emplear parte de su tiempo; y, a la par, se han desarrollado campañas, a veces desesperadas, de propaganda para darse a conocer a la opinión pública. Campañas necesarias en las que la mayoría de los científicos, identificados con su labor, muchas veces esotérica, no quieren participar. Pocos científicos escriben en España libros de divulgación de la altura de los de Weinberg, Einstein o Jay Gould, y por eso el científico de la televisión es Eduardo Punset, un economista y empresario que cultiva un look un tanto informal.
En Galicia, a nivel modesto, algunos científicos cumplieron esa labor en el pasado, y otros en el presente intentan hacerla a través de la prensa diaria, como M. Casalderrey, U. Labarta o J. Mira, utilizando este último todos los medios posibles, la TVG, los libros sencillos, o la organización del Programa Conciencia, financiado con distintas fuentes, que tiene un aspecto divulgativo y cultural –que puede tener puntos discutibles– y otra dimensión profesional, nunca bien percibida lógicamente por la opinión pública. Con sus medios Mira intenta despertar el interés por la ciencia, por lo que algunos quizá lo critiquen, como a tantos otros.
La ciencia es ante todo conocimiento, unas veces útil y otras no. Las universidades son las encargadas de crearla y difundirla. Deben ser conscientes de ello y hacérselo saber a la opinión pública. Esa es su misión y no la de ser motores de industrias a veces inexistentes. Si la cumplen bien ya no necesitarán pedir perdón por existir, ni cultivar desesperadamente el marketing, como casi todas hacen.