El discurso de la innovación ha sido uno de los más fértiles de los últimos años en el imaginario empresarial, hasta el punto que buena parte de sus asunciones se han trasladado a la sociedad civil y particularmente a los gobiernos. Se ha empleado a fondo en la creación de un perfecto antagonista casi literario, la burocracia, denotada con todos los adjetivos negativos posibles en esta época de celebración del hedonismo (antigua, retardataria, aburrida, rígida, etc.) frente a los valores positivos que se confieren al moderno espíritu de empresa: innovación, creatividad, en definitiva el arte del management que va a cumplir el papel de héroe protagonista, tan irreal y estereotipado como los actores de las películas del Hollywood más reaccionario. Este discurso se ha asentado tras una auténtica ofensiva ideológica que ha situado el neoliberalismo como el nuevo sentido común y a la economía como el nuevo discurso de la sociedad y que coloca al riesgo como el nuevo paradigma de organización social, impregnándolo todo.
Sin embargo, durante los últimos años de crisis parece que la percepción pública de esta innovación empresarial se ha desencantado, y aunque el consumidor moderno asiste con entusiasmo al lanzamiento de nuevos gadgets tecnológicos, asiste asimismo estupefacto a los abusos que otras innovaciones de las que tenía escasas noticias (pues esas se mantenían opacas en las salas de reuniones de las grandes entidades financieras) como los derivados destruyen todos los mecanismos institucionales y sociales que salvaguardaban su bienestar. Es una lástima ser testigo de los últimos acontecimientos que han hecho volver a ver las caras no tan amables, creativas y artísticas de los gestores menos humanistas, y que han arrojado a la sociedad por la senda de la liquidez. La financiarización de la economía y la hegemonía neoliberal ha arrojado a los individuos a tensiones sin precedentes en el mundo del trabajo por la mera supervivencia en el puesto de trabajo.
Lo cierto es que la innovación se ha consolidado como un elemento de desestabilización económica y social, en la que las decisiones erróneas se pagan caro, y en el que el riesgo se convierte en una contrapartida ineludible. Para los trabajadores del conocimiento, el ascenso de la retórica de la innovación y la creatividad junto a las diferentes burbujas tecnológicas condujeron a que la empleabilidad se impusiera como valor sobre la seguridad, haciendo del riesgo algo atractivo. En este sentido, resulta imposible conciliar el discurso de la innovación y la eficiencia social si, a la vez que se hace un canto a las personas y sus competencias (idealización de la imagen de los nuevos técnicos de las finanzas, la economía de servicios y la innovación electrónica), se permite la multiplicación de los sujetos frágiles que, de una manera externa y escasamente integrada, se multiplican por las franjas débiles del mercado de trabajo.
Es preciso, pues, avanzar en un nuevo concepto de innovación que integre, en la misma configuración del cambio tecnológico, un nuevo modelo de desarrollo y gestión de lo social más colectivo, negociado y universalista. Y esto exige introducir, en los planteamientos de la nueva gerencia, no solo el habitual recurso a la diferenciación, individualización y darwinización de los espacios empresariales (vestido de todos los ropajes posmodernos y caóticos que se quiera), sino el asentamiento de un nuevo discurso que sea capaz de configurar un nuevo paradigma institucional –que no solo mercantil– para la estructuración de una gestión regulada, dialogada y socialmente racionalizada de la utilización de los recursos tecnológicos y sociales de la comunidad de referencia. Solo mediante un modo de regulación y desarrollo socialmente protegido pueden armonizarse las relaciones entre la innovación tomada como flexibilidad micro –tomada en un sentido técnico estricto– y el desarrollo social (cuantitativa y cualitativamente considerado) tomado como un compromiso político previo.
Sabemos que el cambio social eficiente se basa en la transformación y la recomposición explícita de las relaciones institucionales a partir de innovaciones sociales, que crean una fuerte coherencia entre el modelo de acumulación económico y el modelo de regulación social. Las medidas de innovación de corte individualista y meritocrático se agotan en su propia retórica heroica si no se inscriben en la configuración de una relación institucional, sustentada en un compromiso general con lo social y los derechos públicos vinculados a la ciudadanía. La flexibilidad puede ser concebida como una forma colectiva de gestión de la producción que implique un tratamiento menos determinista y más abierto de la tecnología. En este panorama, la innovación tecnológica se puede también manejar como un elemento potenciador de la inclusión de formas laborales no convencionales, y no solo como disciplinador de las relaciones laborales.
Una producción de bienes y servicios mucho más diseminada en el espacio, tecnológicamente más ligera e interconectada en estructuras de red, permite recoger formas de vida y trabajo impensables para las antiguas burocracias industriales. En estos momentos en los que las formas de organización del trabajo han roto las pautas tayloristas simples y la tecnodiversidad es un hecho cotidiano, resulta fundamental la inclusión de elementos normativos que desarrollen el apoyo de formas de vida no convencionales dentro del conjunto de sistemas y redes cada vez más descentralizados y multilocalizados en los que se ha convertido la sociedad postindustrial, frente al gigantismo fabril o gestor del modelo anterior. Los planteamientos sobre las redes, de este modo, no solo servirían para representar situaciones tecnológicas o configuraciones empresariales, sino también para abrir la posibilidad de generar nuevas redes de bienestar y de seguridad descentralizada de la vida cotidiana, ese es el lugar de las nuevas innovaciones sociales.
Los discursos de la innovación como fin o la superación de las referencias institucionales –para ser sustituido por la excelencia empresarial, el «emprendizaje», la tecnología desatada o las competencias individuales en todas sus acepciones– son, además de empíricamente insostenibles, políticamente arriesgados, porque tienden a sacrificar la vida y las referencias sociales y personales de gran parte de los habitantes y las familias occidentales al perfecto e inconsciente desorden del azar económico y la flexibilidad total. Frente al impulso posmoderno de solazarse, ya sea de manera apocalíptica, ya sea de manera integrada en este marco caótico, parece más lógico a nivel político confiar en el imperfecto orden consensual derivado de los movimientos, grupos e instituciones sociales, única fuente real de innovación social.
El discurso del management posmoderno ha hecho invisible lo institucional ocultándolo en la personalización, la desburocratización y el impacto tecnológico, pero hacer visible en esta coyuntura tan tecnocrática que debajo de la innovación tecnológica siempre hay marcos sociales innovadores es imprescindible, asimismo, para rescatar la idea de la creatividad social, haciendo ver que la innovación no es solo es un hecho mercantil, sino que también es un hecho comunitario que no solo aparece si existen entornos extramercantiles, autónomos y organizados según necesidades sociales. La innovación, por tanto, necesita siempre una dimensión comunitaria (y política) que aparece en tanto que comporta una gestión de elementos socio-humanos racionalmente conquistados, tan importantes en su origen como la función estrictamente económica más visible.
En suma, uno de los elementos fundamentales para limitar el velo de la ignorancia inducido por los discursos convencionales del último managerialismo –máximo difusor de la idea de la globalización como fuerza «libre», imparable y necesaria– es visibilizar el proceso de innovación como una relación social instituida y políticamente mantenida, tomando conciencia de que no solamente existe innovación fortuita e individualista por el que pujan las personas de una manera absolutamente competitiva dentro de una economía virtual y electrónicamente autorregulada en la que, a su vez, luchan las empresas sometidas a un mundo de procelosa competitividad, sino que existen regulaciones institucionales y estas regulaciones institucionales son el producto de la resolución de conflictos políticos, históricos, laborales y sociales en espacios concretos.
El texto de esta entrada es un fragmento del libro “Poder y sacrificio” de Luis Enrique Alonso, Carlos Jesús Fernández Rodríguez
Poder y sacrificio. Los nuevos discursos de la empresa
La crisis financiera de 2008 ha supuesto un auténtico terremoto en las instituciones económicas y las estructuras sociales contemporáneas. Desde entonces, el capitalismo ha mudado su piel para no ser reconocido. Sus acciones impunes han acentuado la desigualdad social justificando las nuevas medidas económicas y su asimilación a través de discursos que defienden el individualismo, la competencia generalizada, la austeridad, la hegemonía de lo privado y la financiarización. De este modo, los poderes mercantiles han conseguido cuestionar los cimientos de la democracia y han ajustado todas las instituciones políticas a sus propios intereses.
En Poder y sacrificio, Luis Enrique Alonso y Carlos J. Fernández Rodríguez revisan y desenmascaran los discursos sociales presentes en el imaginario empresarial y económico actual que, disfrazados de neutralidad y necesidad, cumplen una misión ideológica fundamental para el neoliberalismo: diluir la ciudadanía y desmantelar el Estado de bienestar construidos a lo largo del último siglo.
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