Aunque se relacionen, dialoguen y complementen, cada uno de los capítulos de este libro tiene vida propia. Son relatos de la clandestinidad, historias peculiares y entrecruzadas, insólitas en ocasiones. Dan forma a comunidades inimaginables, enlazan memorias largas, trazan algunas de las formas en que se reproducen violencias lentas, atienden a los logros de las revoluciones invisibles y de las complicidades no-humanas, tratan de encuadrar lo que no se percibe a largo plazo, ubican la respons/habilidad política y la implicación ecosocial en el tiempo, los legados que desbordan genealogías más allá de los vínculos sanguíneos, pero desde una aproximación encarnada y situada que, pese a su tentacularidad y siguiendo a Haraway, guarda un cierto sentido: dar cuenta de las relaciones imprevistas, aspirar a nuevas formas de cooperación. Cada capítulo es así un universo en sí mismo. A veces se tocan, colisionan, pero tienen autonomía y, como el universo y sus tentáculos, siempre se expanden.
Ese es el espíritu, por ejemplo, del octavo capítulo, que parte de la intensa historia de vida de Hanneke Willemse, anarquista de todos los tiempos, a quien tuve la suerte de conocer en el Instituto de Historia Social de Ámsterdam en 2016. Entonces, lo que más me llamó la atención no fue su tesis doctoral sobre la revolución española del 36, que también, sino que ella misma hubiera sido kraker (okupa) en la Holanda de los años 80 y que hubiera registrado estas movilizaciones con su colectivo de cine militante en películas de 8mm. Sin embargo, y más allá de todo esto, tratar de asomarme a su vida fue un viaje de muchas e inesperadas direcciones. Sus gestos y prácticas habían nutrido movimientos dispares pero afines, salvaguardando memorias clandestinas, así como había cuidado y amplificado luchas a través del tiempo y el espacio. «Historia de una acequia. Geografía de experiencias libertarias, colectivizadoras y comunales» es un mapa que salva las distancias y permite recorrer saberes y prácticas de aquellas que han osado enfrentarse a la propiedad privada apostando por una vida en común.
Por otro lado, y a pesar de lo tremendas que son en muchos casos, estas historias están llenas de esperanza. No de una confianza ciega o ingenua, sino de un ponerse manos a la obra con aquello de lo que se dispone. En este sentido, me resulta emocionante pensar en la cantidad de personas y voces que habitan estas páginas; toda la gente que me reservó un hueco de su tiempo para poder hacer una entrevista: una llamada, un paseo o un café; que me buscó imágenes y cartas del pasado; que se paró a escribir un recuerdo; que me aclaró cuestiones y dudas por correo electrónico; que me acompañó a lugares para que los conociera de primera mano; que me abrieron su casa y compartieron conmigo comida y emociones; que me confiaron sus anhelos y frustraciones. Este libro es, por eso, una gran conversación donde, siempre que he podido, he tratado de que se escucharan esas voces de manera nítida, por ejemplo, recreando los diálogos y tratando de que la escritura no eclipsara una historia encarnada. Todas son cómplices en esta transmisión de vidas asombrosas, llenas de compromiso, creatividad, lucha y solidaridad.
Se trata, por ello, de un material muy sensible que ha hecho inevitable que, en muchos de los textos, exista un componente literario que busca ser fiel y respetuoso con las propias emociones que las historias despliegan. De este modo, forma y contenido se acompasan, la textura del escrito intenta expresar lo que las historias cuentan: sorpresa, indignación, tristeza o conmoción. Todo esto, por supuesto, sin que le reste un ápice de rigurosidad. No se acaban las palabras entrecortadas, no se omiten los silencios o los lugares adonde nunca se pudo llegar. En ocasiones, por eso, acudo a la viñeta antropológica como recurso para recrear una escena cotidiana o una anécdota que condensa ideas complejas a partir de una situación concreta. Así es como se van desplegando una serie de tramas de lo vivo que lucha por subsistir, de relatos en primera persona, de experiencias singulares y procesos, de historias de vida y militancia, de testimonios que se enmarañan al encontrarse con imágenes, al compartir objetos o al crear redes de apoyo y espacios de refugio y supervivencia. Que la escritura sea literaria es una forma de dar sentido a todo esto. Como he hablado con Olga Fernández otras veces, «tenemos ya tanta información, que lo importante ahora es producir sentido, darle una forma». Que el primer bloque del libro se titule «Dar sentido, hacer sensible» persigue esta idea. De hecho, ese es el objetivo de las prácticas que producen imaginarios clandestinos: intervenir la vida pública desde un lugar peculiar de ocultación, generar nuevas formas de entender el mundo, de sentirlo, y desarmarlo si hace falta, destruirlo para hacerlo de otro modo.
Estamos saturadas de imágenes. Por eso, más que descubrir nada, lo que debemos hacer es producir relatos, leer las imágenes a partir de un corte, de una selección entre tanta inconmensurabilidad. Lo contrario es el adormecimiento de la bruma. Lo ideal es que se rompan lugares comunes, lo que damos por sentado, lo que hemos naturalizado sin ánimo de crítica: descubrir relaciones ocultas, caminos insólitos, genealogías olvidadas, y hacer sensible aquello que se nos había anestesiado. Dar sentido es encuadrar lo que no conseguíamos ver, las historias que no eran evidentes, las que incluso podían resultar irrelevantes. Como aquel sociólogo al que entrevisté a colación de una proyección marginal y que se sorprendía de que eso fuera motivo de mi interés. «Qué friki, ¿no?», me dijo. Pues quizá. Sin embargo, para percibir el mundo de una manera distinta a como ya nos lo han contado, para crear nuevos enfoques que se enfrenten a las jerarquías, quizá sí haya que ser un poco freak. Devenir bastarda para desmontar ciertos esquemas, para trazar otros vínculos y descubrir nuevos hilos de los que tirar, esto es, montar las imágenes en otro orden, ralentizar las voces para que adquieran otro tempo, otra sonoridad. Y posicionarnos en esa elección, como ya nos venía advirtiendo Didi-Huberman que había que hacer al escribir. En definitiva, se trata de generar afectos y sensaciones también en quien lo lea, volverlos así cómplices de cada relato que les ha sido confiado, en tanto la lectura va generando experiencias en quien se atreva a dejarse con-mover con ellos.
- Imaginarios de la clandestinidad. Complicidad, memoria y emoción en nueve tramas – Lidia Mateo Leivas