Al concluir la guerra, las potencias de la Entente se vieron envueltas en una red, e incluso una maraña, de acuerdos tomados a medida que avanzaba el conflicto y destinados a influir en él, pero que eran de difícil armonización. (…) Aquellos acuerdos requirieron nuevas aclaraciones que tuvieron sobre todo en cuenta a Francia, mientras se negociaba paralelamente con potenciales socios árabes en la correspondencia secreta de 1915-1916 entre Husein y McMahon. Al tratado secreto anglofrancés de Sykes-Picot de mayo de 1916 le siguió en noviembre de 1917 la Declaración Balfour.
En todos los bandos, incluido el árabe, se realizaron juegos falsos y dobles fundados en el propósito de conseguir ciertas garantías en situaciones sumamente inseguras. Pero no todos los socios eran iguales.
Además de los intereses estratégicos por asegurar las vías de comunicación del imperio hubo un recurso natural especialmente relevante para la actividad bélica de Gran Bretaña en Oriente Medio y Próximo: el petróleo, extraído desde 1907 en el sur de Irak y en la zona suroccidental de Irán y que adquirió una importancia cada vez mayor para el imperio británico, sobre todo si se tiene en cuenta que su marina lo utilizaba desde 1912 como combustible para sus barcos y que su principal proveedor era Irán.
La correspondencia Husein-McMahon de 1915-1916
Los acuerdos confidenciales entre las potencias beligerantes fueron bastante complicados. Pero aún se complicaron más por las declaraciones y concesiones a agentes regionales y por las expectativas ligadas a ellas. Dos documentos, la correspondencia secreta de los años 1915-1916 entre Husein y McMahon, no publicada oficialmente por los británicos hasta 1939, y la Declaración Balfour de noviembre de 1917, iban a ocupar un lugar central en los posteriores enfrentamientos.
Husein tanteó por primera vez a los británicos ya en 1914 con el propósito de descubrir su postura en caso de conflicto con la Sublime Puerta. Los británicos se reservaron su opinión, pero cambiaron de rumbo tras el estallido de la guerra e intentaron a su vez incitar al jerife a sublevarse contra el sultán, que había proclamado la yihad con el fin de provocar agitación en el frente del Mediterráneo oriental.
En una carta a Storrs, el jerife hizo valer a mediados de julio de 1915 los derechos a un califato árabe independiente que debería abarcar todo el Levante, Mesopotamia y la península Arábiga, con la única excepción de Aden, colonia de la corona británica. La respuesta del Alto Comisario del 30 de agosto de 1915 fue más complaciente de lo que se daba por bueno en Londres: McMahon confirmaba el deseo británico de ver hecha realidad la «independencia de los países (countries) árabes» y la disposición de Gran Bretaña a reconocer un califato bajo un «árabe auténtico del linaje bendito del Profeta» (abolengo que el califa y sultán otomano no podía demostrar). McMahon consideró prematura la cuestión de las fronteras. Un califato favorable a Gran Bretaña les venía de perlas a los británicos habida cuenta de los millones de súbditos musulmanes de la India y otras partes del imperio. Pero Francia, la otra potencia colonial, no se hallaba en la misma situación.
Husein, que había enviado entretanto a uno de sus hijos, Faisal (futuro rey de Siria y, más tarde, de Irak), a Damasco para que se entrevistara con nacionalistas árabes, instó a fijar las fronteras en su escrito de respuesta del 9 de septiembre. Aquella demanda supuso una presión para los británicos. El 24 de octubre y el 13 de diciembre de 1915, McMahon envió a Husein las cartas posteriormente muy citadas que, debido a su formulación —deliberadamente poco clara—, con referencias confusas a «regiones», «distritos» y «partes territoriales» con habitantes «árabes puros» y «no puramente árabes», dieron pie a las más diversas interpretaciones, y sobre todo al sentimiento de los árabes de haber sido embaucados, engañados y traicionados conscientemente por los británicos.
(…) Las partes se contentaron con aquella exposición de sus propios puntos de vista hasta más adelante y esperaron a una clarificación de las condiciones sobre el terreno (on the ground) —al fin y al cabo, aún estaba por conquistar un gran sector de las regiones en cuestión—. En junio de 1916, Husein declaró en nombre del islam la insurrección (yihad) contra el sultán y califa otomano y contra el gobierno de los Jóvenes Turcos, motejado de ateo. Sin embargo, los enfrentamientos en torno al objetivo y contenido de los acuerdos de guerra no acabaron ahí. En las décadas de 1920 y 1930, los nacionalistas árabes apelaron a la correspondencia secreta considerándola un «tratado» vinculante que anulaba y dejaba sin valor desde el principio la Declaración de Balfour. Pero esa interpretación no consiguió imponerse.
El Acuerdo Sykes-Picot de mayo de 1916
Los pactos secretos de Londres con otros aliados —Francia, ante todo— y también, por tanto, el muy discutido Acuerdo Sykes-Picot de mayo de 1916, fueron igualmente problemáticos. En la primavera de 1915 se habían entablado ya conversaciones informales sobre los intereses de Francia en Oriente Próximo, en las que se incluyó asimismo al régimen zarista y a las que se otorgó carácter oficial en octubre de 1915. Las conversaciones culminaron en el llamado Acuerdo Sykes-Picot, adoptado formalmente en mayo de 1916.
Los británicos, representados por sir Mark Sykes, planearon crear una zona de influencia británica desde el Mediterráneo hasta Irak. La consigna suprema, incluso tras la descomposición del imperio otomano, que había servido hasta entonces de «parachoques» territorial, era evitar unas fronteras comunes con Rusia. Esta función debía corresponder a partir de ese momento a una zona de influencia francesa. Los franceses, a su vez, acariciaron en un primer momento ambiciones de gran alcance que apuntaban a toda Siria, Líbano y Palestina, donde ya tenían considerables intereses y vínculos religiosos y culturales, pero rebajaron notablemente sus pretensiones en el curso de las negociaciones.
Los pactos secretos, con su complicada distinción entre zonas de control directo e indirecto, «esferas de influencia exclusiva» e «independencia», formulada en conceptos confusos, entrañaba de entrada el germen de posteriores conflictos. Según dichas partes —y sirviéndonos ya de los nombres de los Estados que no iban a surgir hasta después de la guerra—, Irak central y meridional corresponderían a Gran Bretaña; el Norte de Galilea, Líbano y Siria, a Francia; la mayor parte de Palestina con los Santos Lugares, hasta una línea que iba de Gaza al mar Muerto, se pondría bajo el mando de una administración internacional cuya forma habrían de determinar de común acuerdo Gran Bretaña, Francia y Rusia; el golfo de Haifa, con los dos puertos de Acre y de la propia Haifa, obtendría un estatuto especial como enclave británico, y Haifa quedaría unida a Bagdad mediante una línea ferroviaria. De ese modo se ponía de manifiesto el interés estratégico de Palestina como terminal de un oleoducto tendido desde Irak, donde las tropas británicas habían penetrado con rapidez tras algunos contratiempos iniciales.
Los británicos eran plenamente conscientes de la discrepancia entre las promesas a los árabes, por un lado, y a los franceses, por otro. El Estado («independiente») prometido a los árabes en la correspondencia entre Husein y McMahon debía comprender dos zonas de influencia: una francesa («A»), que abarcaba la región que iba desde la línea Alepo, Hama, Homs y Damasco (incluidas esas ciudades) hasta el Irak septentrional francés, con su centro en Mosul, y otra británica («B»), que debía llegar del Jordán hasta los límites del Irak británico central y meridional, con su centro en Kirkuk. De ese modo, sólo se concedía estatuto de independencia bajo la dirección de Husein a aquellas partes de la península Arábiga no controladas ni por príncipes autóctonos ni por los británicos. Sin embargo, según la interpretación británica, las promesas hechas a los árabes contrariaban en cierta medida las pretensiones francesas, y viceversa. Se esperaba que el ejército británico aclarase la situación en beneficio propio. Pero en el curso de la guerra, las ofertas y las intenciones fueron cada vez más divergentes a medida que los aliados hacían promesas de alcance cada vez mayor, mientras ofrecían a los sionistas la perspectiva de considerar Palestina como su hogar nacional.
La Declaración Balfour de noviembre de 1917
El interés británico por Palestina aumentó durante el año de guerra de 1916. En diciembre de aquel año cayó el gobierno conservador de Asquith, que fue sustituido por un gabinete presidido por el pro sionista David Lloyd George, que mantenía lazos estrechos con Chaim Weizmann, el destacado representante de la Organización Sionista. El cambio de gabinete revalorizó también a sir Mark Sykes, quien en lo sucesivo negoció con independencia, aunque de acuerdo con Lloyd George.
Varios sucesos exigieron un cambio en la manera de pensar de los británicos: el llamamiento del presidente norteamericano Woodrow Wilson del 18 de diciembre de 1916 a una «paz sin vencedores» puso en cuestión los acuerdos de guerra de las potencias de la Entente; la revolución rusa de febrero amenazó con debilitar el frente antialemán en marzo de 1917; y al mismo tiempo, en el escenario bélico del Próximo Oriente, Bagdad fue conquistada por los británicos. Ciertos rumores sobre una inminente declaración alemana a favor del sionismo propagaron la inquietud. En la propia Gran Bretaña, las simpatías hacia el sionismo pudieron apoyarse en círculos influyentes de la opinión pública que veían Palestina como el país de la Biblia y de los judíos y se adherían a la idea de un «restablecimiento» de éstos, pero oponiéndose decididamente, en cualquier caso, a un «renacimiento nacional» de aquel pueblo en Palestina. Algunos distinguidos escritores y escritoras, como George Elliot, habían intervenido ya en el siglo XIX en favor de la causa sionista. Sin embargo, el proyecto de una administración autónoma judía en Palestina ofrecía al mismo tiempo el pretexto oportuno para un control británico de la zona —que, según el Acuerdo Sykes-Picot, debía ser administrada como condominio de ingleses, franceses y rusos— sin una anexión formal.
En junio de 1917, el gobierno francés dio a conocer su aceptación del proyecto sionista. Resulta significativo que quien mostró su desacuerdo fuera sir Edwin Montagu, Secretario de Estado para India y único miembro judío del gabinete, quien veía peligrar la integración de los judíos en las sociedades de Europa occidental, incluida Gran Bretaña, si se los reconocía como un pueblo con derechos nacionales en Palestina. Tras diversas intervenciones y correcciones de los borradores presentados se formuló finalmente una declaración dirigida a las comunidades judías de Estados Unidos y el Reich alemán para que influyeran en sus gobiernos en el sentido de los planes de la Entente.
La declaración no se hizo pública como documento oficial del gobierno, sino en forma de carta del ministro británico de Asuntos Exteriores, lord Arthur Balfour, al presidente de la comunidad judía de Gran Bretaña, lord Walter Rothschild. El texto, no obstante, había sido acordado previamente con el presidente Wilson de Estados Unidos. En concreto, la Declaración Balfour del 2 de noviembre de 1917, publicada en la prensa británica el 9 del mismo mes, decía lo siguiente:
Querido lord Rothschild:
Tengo la gran satisfacción de transmitirle en nombre del gobierno de S. M. la siguiente declaración de simpatía hacia las aspiraciones judías sionistas, examinada y aprobada por el gabinete:
El gobierno de Su Majestad ve con agrado la creación de un hogar nacional para el pueblo judío en Palestina y realizará los mayores esfuerzos para facilitar el logro de ese objetivo, entendiendo claramente que no se deberá hacer nada que pueda perjudicar a los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina o a los derechos y condición política de que disfrutan los judíos en cualquier otro país.
Le ruego que ponga esta declaración en conocimiento de la Federación Sionista (de Gran Bretaña e Irlanda)…
El texto era, como se ve, muy sopesado. Y muy asimétrico. Fijémonos en los derechos mencionados y no mencionados de ambos grupos de la población; en las pretensiones del pueblo judío «en» Palestina, no sobre toda Palestina; en la utilización del concepto de «hogar nacional», incontaminado desde el punto de vista del derecho internacional, que permitía las interpretaciones más amplias sin obligar al lado británico a tomar medidas concretas; y, en especial, en el hecho de que se nombrara claramente un «pueblo judío», mientras que los musulmanes y cristianos que vivían en Palestina sólo aparecían como «comunidades no judías», como un resto constituido —resulta, desde luego, imposible decir «definido»— por contraposición con la comunidad de los judíos. Es evidente que la declaración se dictó pensando en qué grupo podía ser más útil para los intereses británicos. En aquel momento parecían serlo los judíos. Había que ofrecerles, al menos, la posibilidad de hacer realidad su sueño de una entidad estatal propia.
La Declaración Balfour no se hizo pública oficialmente en la propia Palestina hasta 1920, aunque ya se había dado a conocer antes en informaciones de prensa egipcias que la reprodujeron en extractos. Los beneficios inmediatos de la Declaración Balfour fueron escasos. Si bien es cierto que en Rusia hubo celebraciones festivas en el momento de su publicación, el 7 de noviembre de 1917 se produjo la Revolución y, como consecuencia, la retirada de la guerra por parte del imperio ruso. Cuando EE UU envió a Europa un numeroso contingente de tropas en enero de 1918, no lo hizo por presiones judías.
El texto de esta entrada es un fragmento del libro “Historia de Palestina” de Gudrun Krämer
Historia de Palestina. Desde la conquista otomana hasta la fundación del Estado de Israel
La complejidad del conflicto palestino-israelí dificulta cualquier intento de correcta comprensión y análisis de lo que acontece en Oriente Próximo. Historia de Palestina, obra de Gudrun Krämer, una de las mejores conocedoras de la región Palestina y de su historia, ubica los antecedentes de este complejo conflicto y expone a través de la claridad de su narración los acontecimientos y principales personajes de la historia de Palestina. La presencia turca, el mandato británico, el acuerdo Sykes-Picot, la declaración de Balfour, la inmigración judía o la exclusión del territorio palestino del principio de autodeterminación proclamado en los catorce puntos del presidente Woodrow Wilson son varias de las piezas de este rompecabezas que Krämer, con su impresionante exposición, va desgranando para comprender la realidad al otro lado del Mediterráneo.
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Die Zeit
Historia de Palestina – Gudrun Krämer
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