Desde la caída de la URSS y el fin de la Guerra Fría, los conflictos internacionales se han desarrollado de una manera bastante similar. Los países con Gobiernos incómodos para la OTAN que cometían alguna tropelía o alguna ofensa, e incluso algunas veces sin cometerla, eran doblegados; fue el caso de Afganistán, Iraq, Yugoslavia, Libia o Somalia. A otros se les mantuvo acosados y sancionados para evitar que se desarrollaran o dieran problemas; fue el caso de Corea del Norte, Irán, Venezuela o Cuba. Hubo alguno que terminó arrasado pero sin cambio de Gobierno, como Siria, donde ya se vio que Rusia no estaba dispuesta a repetir lo que había vivido tras la caída de la URSS. Por supuesto, los Estados amigos de EEUU y la UE no eran molestados y podían seguir con sus crímenes y limitando los derechos de sus ciudadanos: Israel, Arabia Saudí, Colombia, Marruecos.
Con la intervención de Rusia en Ucrania asistimos por primera vez a un escenario en el que una potencia nuclear planta cara a EEUU y a la OTAN. Son evidentes dos cosas: la primera, que Rusia ha vulnerado la legislación internacional y la Carta Fundacional de las Naciones Unidas atacando militarmente dentro de las fronteras de otro país; la segunda, que había explicaciones para que lo hiciera –el avance de la OTAN hacia sus fronteras, el golpe de Estado que derrocó en 2014 al Gobierno que había en Ucrania, las intenciones de Ucrania de incorporarse a la Alianza Atlántica, el trato que estaban sufriendo las regiones del este más próximas culturalmente a Rusia, en guerra de baja intensidad contra el Gobierno de Kiev desde 2014–.
Estábamos, por tanto, ante la primera vulneración de la legislación internacional que no era protagonizada por el bloque de la OTAN y que no sería sancionada por el Consejo de Seguridad de la ONU, al tener Rusia derecho de veto. Por otro lado, tampoco se podía justificar la intervención de la OTAN, al no cumplirse el punto 5 del Tratado, que establece que, para poder hacerlo, se requiere el ataque a un miembro de la Alianza.
En realidad, ninguno de esos motivos era imprescindible para que la OTAN se considerara legitimada para intervenir: invadió Iraq sin que hubiera un ataque a ningún país miembro y bombardeó Serbia sin autorización del Consejo de Seguridad.
La diferencia con conflictos bélicos anteriores es que Rusia ahora es una potencia nuclear. De modo que Occidente tenía dos opciones: inhibirse con más o menos ruido, en cuyo caso el predominio militar de EEUU –el único predominio mundial que le quedará ante el avance imparable de la economía china– hubiera quedado en entredicho, o reaccionar con todos los medios que pudiera. Sin olvidar la tesis, defendida por importantes analistas, de que tras el conflicto lo que había era el intento premeditado de EEUU y la OTAN de provocar a Rusia para comenzar una guerra de desgaste que dañara al mismo tiempo a dos potencias incómodas: la propia Rusia y su socia China.
Así, los métodos a los que se recurrió para actuar contra Rusia fueron:
- Enviar armamento, asesores militares, mercenarios, voluntarios y todo tipo de ayuda militar que permitiera a Ucrania resistir el ataque ruso.
- Activar todos los mecanismos de sanciones contra Rusia de forma unilateral, sin pasar por las instituciones internacionales.
- Convencer a la comunidad internacional del crimen que estaba cometiendo Rusia y de la legitimidad moral de Occidente para actuar como lo estaba haciendo.
Lo que hemos comprobado es que el resultado de todo ello ha sido el fin del mundo tal como lo hemos conocido. En diez semanas de guerra:
- El modelo de comercio globalizado vigente ha estallado, los contratos entre Rusia y los países que se han sumado a las sanciones se han convertido en papel mojado. La famosa inseguridad jurídica que suele esgrimirse contra los países del tercer mundo se ha vuelto manifiesta en el primero. Los bancos no tienen modo de atender las deudas, los clientes no pueden pagar servicios y productos contratados, las empresas no pueden servir los encargos.
- El sistema de suministro energético europeo ha convulsionado. Un gasoducto que se iba a estrenar, y que iba a traer 10.000 millones de metros cúbicos de gas a Europa, ha quedado en suspenso. La subida de la energía ha disparado casi al 10% la inflación en países de la UE.
- Los países europeos han comenzado a anunciar un aumento de sus presupuestos de Defensa, en algunos casos incluso a doblarlos. Las acciones de las empresas de armamento se han disparado.
- Las propuestas medioambientales y dirigidas a frenar el calentamiento global han terminado olvidadas: envíos de tropas, más aviones de guerra, gas licuado mediante fracking traído desde la otra parte del mundo, levantamiento de la prohibición de transgénicos… Todas las medidas ecologistas han quedado relegadas a un segundo plano.
- La política europea hacia los refugiados ha dado un vuelco. Se pasa de alambradas en África y naufragios en el Mediterráneo a ir a buscarlos a la frontera con Ucrania. Las tramitaciones que duraban meses ahora se resuelven en 24 horas. Sólo para ucranianos, eso sí.
- La libertad de prensa como marca diferencial de las democracias occidentales se ha derrumbado. Los medios rusos son prohibidos en Europa y EEUU. Los europeos deben instalar en sus aparatos electrónicos una VPN para simular que están en Venezuela o Siria, y así poder acceder a las agencias de prensa rusas. Los disidentes son acusados de «negacionistas», como si negasen que la Tierra fuera redonda o no aceptaran la teoría de la evolución.
- Las redes sociales, que se presentaron como el símbolo de la libertad de internet, han mostrado una capacidad de censura mayor que la que nunca tuvo ningún Gobierno. Bloquean medios de comunicación, etiquetan a periodistas, borran contenidos antiguos, adulteran los buscadores.
- Los Gobiernos occidentales se han movilizado en defensa de un Gobierno, el ucraniano, que, ya antes de la guerra, tenía partidos políticos ilegalizados, televisiones clausuradas y masacres sin investigar.
En conclusión, con la guerra de Ucrania estamos asistiendo al derrumbe de los grandes mitos de las democracias occidentales: el libre mercado, la libertad de expresión, la preocupación medioambiental, la participación ciudadana. Y lo más sorprendente es que todo ello se ha hecho sin cambiar una sola ley, sin una votación en ningún parlamento, sin una consulta ciudadana.
Todo esto es lo que mostraremos y analizaremos en este libro. No es el objetivo investigar la geopolítica del conflicto –seguro que hay documentos más cualificados para hacerlo–, mucho menos defender a Rusia o a Putin –de hecho, no se trata de hablar de este país, sino de lo que ha cambiado el mundo a consecuencia de la guerra entre Rusia y Ucrania–. Estamos ante un libro fruto de una coyuntura de urgencia, que no busca explicar los orígenes de un conflicto ni su contexto histórico. La idea es exponer, mediante el repaso de lo acontecido en estas diez primeras semanas, el vuelco que han dado las relaciones comerciales, políticas y culturales en todo el mundo.
En unos tiempos en los que no está permitido poner en entredicho el discurso oficial, la narrativa oficial, la verdad oficial, este libro parecerá irreverente sólo por dudar: dudar de las acusaciones de la OTAN; de las buenas intenciones de la UE; de la solidaridad con Ucrania; de los llamamientos a la paz mientras se envían armas; de la autoría de los crímenes de guerra sin investigaciones independientes; de la eficacia de las sanciones contra Rusia; de la culpa de Putin en el deterioro de nuestras economías; de que potencias emergentes como China sean un peligro; de que silenciando la voz de los otros podamos conocer mejor la realidad.
Si se observa bien, la gran mayoría de las citas no son estudios técnicos, ni siquiera análisis de opinión, son, básicamente, datos, declaraciones de líderes políticos, presentaciones informativas que muestran unas realidades y, al mismo tiempo, dobles raseros e hipocresías. Hemos procurado que las citas periodísticas procedan de medios occidentales, de esta forma no se podrá pensar que la información que presentamos está mediatizada por un enfoque ruso.