El final del siglo XX dejó ensimismada a una izquierda que no sabía qué hacer ante la nueva volatilidad y falta de certezas que parecían ofrecer los nuevos tiempos. Por eso hace más de un año que Daniel Bernabé, un periodista que todavía conserva cierto estilo mod, se propuso desentumecernos y darnos un toque de atención. Algunos negaron la mayor: que la derrota del siglo anterior había dejado un reguero de confusión del que las fuerzas transformadoras no parecían recuperarse. Un totum revolutum donde unos se centraban en imaginar y concretar nuevas y complicadas formas de decodificar nuestro mundo y de entendernos a nosotros mismos, mientras otros, a pie de calle, asumían la competición identitaria o directamente se encerraban en alguna secta en la que poder culpabilizar a los demás de la larga agonía.
Pero no sería riguroso insinuar que durante estos últimos años nadie ha hecho nada bien. Sí se ha hablado de la materialidad de los problemas de la población, y no es cierto que la posmodernidad ‒traída recurrentemente a colación como excusa para no afrontar algunos debates‒ por sí misma nos haya empujado a un laberinto sin salida. Tampoco podemos negar que, a ciertos niveles, en las asambleas, dirigencias políticas, organizaciones o en los grupos de amigos, la cuestión de la diversidad, a veces mal enfocada, se ha hecho primordial y nos ha empapado de un individualismo regido por los deseos y aspiraciones del mercado.
Fue este el panorama que generó el caldo de cultivo ideal para que surgiera La trampa de la diversidad. A estas alturas huelga decir que fue uno de los libros más polémicos de los últimos tiempos, generando con el paso de los días una profusa cantidad de reseñas y críticas en medios de comunicación de todo el abanico ideológico y en los rincones más dispares de internet. Te puede gustar o no, pero sirvió para que la discusión se abordase desde todas las aristas. Nos mostró lo horrible que nos estaba quedando la izquierda en un momento en el que muchos se negaban a verlo.
Ahora bien, el debate que el texto suscitó nos dejó la sensación de que su lectura dependía del receptor del libro; muy pocos captaron, cuando por lo menos tuvieron la voluntad de tal cosa, la que creo que es su esencia. Si uno se guiase por las opiniones vertidas en redes sociales diría que fueron dos las actitudes polarizadas y enfrentadas que destacaron: los que no lo leyeron, y por consiguiente declararon que esta era una obra contra la diversidad; y los que lo quisieron leer como les dio la gana, y entendieron que el libro servía de arma arrojadiza contra todos los movimientos de carácter feminista, LGTBI o antirracista.
Con aciertos y desaciertos, el libro hace un frágil, pero no por ello inexistente, equilibrio entre la crítica a la ideología posmoderna (respecto a que esta, a posteriori, se ha materializado en la atomización del durante tanto tiempo considerado sujeto revolucionario, la clase obrera) y el desprecio a la alusión de las «prioridades», tan recurrente esta para los comunistas identitarios que no dudan en desdeñar todos los movimientos considerados funcionales para el sistema (así, sin matizar, como si el neoliberalismo no sólo tuviera la capacidad de instrumentalizar determinadas reivindicaciones en su beneficio, sino que además pudiera robárnoslas). De esta forma, la legítima lucha contra todas las formas de colonialismo, con la inferiorización y brutal dominación que estas han conllevado para la mayoría de personas del Sur global o para aquellas que emigraron, se convierte en una especie de caricatura, e igual pasa con la demanda de igualdad por parte de la mitad de la población, las mujeres, a quienes interesadamente se las engloba en lo que se ha llamado feminismo neoliberal.
El tiempo, con una caprichosa cabezonería, para desespero de los más críticos, se ha empeñado en darle la razón a Bernabé; los ejemplos, que siempre habían estado ahí, ahora parecían brotar por todas partes. Pero tan cierto como esto es que La trampa de la diversidad tiene una impronta periodística y que por ello sin duda carece de la profundidad de un ensayo monográfico sobre lo que concierne a algunos aspectos del sistema, como por ejemplo aquellos que lo vinculan al racismo, la homofobia o el machismo. Aspectos que se imbrican en las estructuras de poder, emergiendo a la vista de todos cuando estas opresiones se ven claramente institucionalizadas.
En este sentido, como complemento ideal para seguir pensando en las estrategias del neoliberalismo para desactivar el potencial de la lucha de los trabajadores, se publica ahora Patriarcado y capitalismo. Un libro sobre los usos que el sistema pretende dar al feminismo para, a través de este, hacer un lavado de cara que oculte sus consecuencias más injustas y sancione los actos de desigualdad que provoca para la mayoría de las personas. Y lo hace desde el propio feminismo, entendiendo que su lucha debe estar unida inconfundiblemente a la lucha contra el capitalismo. Un estudio imprescindible para abordar la crítica a la trampa de la diversidad sin caer en reduccionismos machistas y racistas.
No nos engañemos, el propio movimiento del 8M se define como anticapitalista, aunque no lo haga de forma precisa ni unívoca. El decálogo de feminismo liberal de Ciudadanos fue una buena muestra de que su hegemonía sobre el resto de feminismos empieza a desquebrajarse: se pusieron en evidencia todas sus propuestas y las activistas y colectivos atacaron aquellas posiciones que abordaban el problema como si de una cuestión individual se tratara.
¿Pero por qué la lucha de las mujeres debe estar inserta en la lucha contra el capital? Porque –como explican Cynthia L. Burgueño y Josefina L. Martínez – la inmensa mayoría de las mujeres tienen más en común con sus compañeros de trabajo que con mujeres como Ana Botín, la superpoderosa banquera que dice ser feminista a la vez que es una de las principales responsables del desahucio de miles de mujeres en situación de pobreza. Su caso es un ejemplo perfecto de la situación: mientras que «el neoliberalismo ha «empoderado» a algunas pocas mujeres en posiciones de fortuna y ha transformado ese hecho en el «sentido común» de que en las sociedades occidentales todas las mujeres podrían avanzar si se lo propusieran», millones de mujeres se hunden en la pobreza y padecen una carga doble, tanto por la explotación en sus trabajos precarizados, situaciones de desempleo y labores reproductivas en el hogar como por las opresiones relacionadas con el propio hecho de ser mujer.
Desde el poder se intenta que la lucha feminista sea una cuestión de empoderamiento individual, que sirva para romper los techos de cristal ante la falta de oportunidades, y así vaciar el feminismo de contenido transformador. El objetivo: desviar la mirada de las causas estructurales, que son las que realmente sostienen el actual estado de las cosas; y, por lo tanto, reducir este movimiento a una reivindicación por la inclusividad y la representación, que, según dicen, estarían aseguradas dentro del marco capitalista.
El neoliberalismo quiere desactivarnos ante sus envestidas, atarnos de pies y manos, nos intenta hacer creer que desde nuestras diferencias identitarias, cuando consideramos estas una barrera que nos impide acercarnos a otros, estamos luchando por una causa justa, cuando en cambio desactivamos nuestra capacidad de abordar la lucha de forma colectiva, la que probablemente sea la única vía con garantías para afrontar la batalla contra el patriarcado y el capitalismo.
Y esa capacidad de coaligarnos en una lucha grupal es la que también perdemos cuando en nuestro análisis sobre el capital ignoramos que un 70 por 100 de los 3.500 millones de personas que sobreviven con lo equivalente a lo que acumulan 8 de los hombres más ricos del mundo son mujeres y niñas. Cuando ignoramos la violencia, desigualdad y desprecio que se padecen por nacer mujer.
Patriarcado y capitalismo convergen en una alianza criminal, modificándose y reestructurándose el uno al otro, para aplastar así los posibles horizontes libres de explotación y opresión. Asúmanlo como quieran, acusen de posmo a los demás o busquen el elemento diferenciador que los convierte en seres únicos y aislados, pero no hay ninguna forma de entender este nuestro tiempo y de imaginar caminos socialistas y feministas sin contemplar una visión de conjunto de ambas estructuras.
Patriarcado y capitalismo – Cynthia L. Burgueño, Josefina Luzuriaga – Akal