Hoy, Día Mundial del Teatro, queremos recordar a dos grandes autores españoles cuya producción teatral, tras cosechar un gran éxito en narrativa, quedó prácticamente en el anonimato. De hecho, hasta hace dos años no existía ninguna publicación completa de sus obras teatrales, consideradas menores por la crítica.
Ambos escritores encontraron en el teatro una buena herramienta para reflejar la sociedad. En ocasiones, un espejo crítico que bajo una denuncia social reclama cambios necesarios como los gritos feministas de Emilia Pardo Bazán. Otras veces, un esperpéntico reflejo que juega con el lenguaje para enseñarnos la cara más burlona de Juan Benet.
La exhumación del legado de Emilia Pardo Bazán que se conserva en la Real Academia Galega ha permitido, en los últimos años, ampliar las perspectivas de análisis en su producción teatral. La autora no sólo escribió varias obras, sino que reflexionó sobre sí misma como dramaturga desde sus inicios. No fue una novelista que sintió curiosidad por el teatro, sino una mujer que cultivó varios géneros hasta encontrar en la narrativa su molde más perfecto de expresión. Como ella misma declara, en los años inmediatamente posteriores a su boda no deja de asistir a “estreno ni renuevo de drama o comedia” en el agitado Madrid de los años setenta del siglo XIX. En este momento compone sus primeros dramas, “imitaciones del teatro antiguo”.
En sus primeras obras, según destaca Montserrat Ribao en el estudio preliminar de Teatro completo, doña Emilia parece ser muy consciente de lo que gusta al gran público y de lo que debería hacer si quiere conseguir un aplauso fácil. Evidentemente, su práctica dramática posterior no continuó por esta vía, aun arriesgándose al fracaso de la crítica, como realmente ocurrió. No obstante, sus siete principales títulos (escritos a finales del siglo XIX y principales del XX, textos tales como El vestido de boda o Verdad, drama en cuatro actos) son de difícil encuadre en unos parámetros estéticos uniformes. Sin embargo, sí es posible aislar algunos rasgos comunes en los textos que decidió publicar como la adjetivación triple, la recuperación de mitos, el recurso a la metateatralidad como forma de caracterización a los personajes o, sobre todo, la relevancia de la mujer.
En un momento en que el teatro buscaba nuevas vías de expresión y en el que importantes novelistas (Clarín o B. Pérez Galdós son buenos ejemplos de ello) se habían comprometido con la renovación de la escena española, la autora gallega intentó, sin mucho éxito entre quienes entonces la juzgaron, aportar su personal grano de arena a la determinación del género dramático en el cambio de siglo.
Otro caso distinto es el de Juan Benet. El escritor practicó apasionadamente un espíritu travieso durante su juventud, mostrando sus aspectos más cómicos antes de abandonar el teatro y pasarse a la prosa. Todo comenzó cuando todavía era estudiante, a principios de los años cincuenta, tras unirse a la Orden de Caballeros de Don Juan Tenorio, uno de los grupos más peculiares que tomaron ingeniosas iniciativas teatrales bajo la batuta de Pepín Bello.
En total, más de una década dedicada a la dramaturgia demostrando una gran afición por los clásicos españoles como Zorrilla y una voluntad por la experimentación, en la línea del teatro absurdo de Beckett. En esencia, unas obras de inspiración juvenil creadas para entretener a sus amigos sin grandes pretensiones literarias.
Antes de bajar el telón, recordemos al lector que ninguno de los autores dio especial relevancia a su fracaso en la escena. Ambos siguieron cultivando su gran afición teatral y encontraron en la narrativa el mejor vehículo de expresión. No obstante, para entender sus motivaciones iniciales, las grandes pasiones que marcaron sus novelas o las profundas críticas sociales que tanto denunciaron, es fundamental recurrir a su obra completa.