Esta noche recibimos el correo electrónico que no queríamos que llegase: Shangay Lily había muerto. No por inesperado, doloroso. Porque con él se va una de esas voces críticas, independientes, que tan necesarias –y escasas– son en los grises tiempos que vivimos. Y porque lamentablemente, por apenas unos días, no va a poder ver su último libro, ese «manifiesto anti-gaypitalista, opúsculo de reanimación, libro máquina-de-guerra, centro de reclutamiento, encíclica maricona, evangelio de la pluma no corporativa, guía de resucitación, estación de servicio en la que repostar…», en el que tanto esfuerzo e ilusión puso.
Con un firme compromiso con el movimiento LGTB y con la izquierda, en la reseña biográfica que nos envió para el mismo, se definía como «feminista, gay, ateo, escritor, artista y activista (“artivista”)», «un disidente pionero», «siempre fuera del sistema, para, desde su independencia, alzar su voz de denuncia e intentar reformarlo». Unos valores que siempre hemos defendido y admirado, aunque, por incómodos, tantas veces conlleven como respuesta un significativo velo de silencio.
No podrá ver el libro, pero su denuncia, su crítica, su energía para reactivar un movimiento desactivado por su apropiación por el mercado, quedarán para que otros continúen una lucha que aún tiene mucho que ganar.
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