Sobre el pedestal

Sobre el pedestal

En todas las grandes ciudades de Occidente –ya sea jalonando grandes avenidas, bien coronando puntos estratégicos o en plazas– es habitual que nos encontremos unos grupos escultóricos subidos en grandes moles de piedra. Si conocemos ese entorno, esos monumentos tendrán sentido, sabremos quiénes los protagonizan y, seguramente, quiénes los encargaron y realizaron técnicamente. Además, serán el escenario de nuestro transcurrir por la ciudad, paisaje emocional de nuestras vivencias. Y, aunque no sepamos con certeza quién es la figura efigiada, tenemos la sensación de que algo de valor haría para merecer estar sobre un pedestal.

En Sobre el pedestal. La construcción de la memoria y sus monumentos, reflexiono sobre este proceso y, también, sobre otra realidad asociada a los monumentos públicos: la del cambio de mentalidades que, en un contexto de protesta, lleva a que un monumento que esté vinculado a un determinado régimen político, a un ideal caduco o a un error del pasado sea violentado. De ese modo, atacar y manipular dicha imagen supone combatir esos valores que se quieren superar. Por ello, esta reflexión también es una historia, una narración que contempla el fenómeno desde el origen, su evolución y explica que no hay tanta novedad en cargar las tintas –a veces literalmente– contra una efigie.

Los monumentos públicos son siempre obras que se hacen con voluntad de poner de manifiesto dos elementos fundamentales: memoria y recuerdo. La memoria es frágil y tremendamente maleable, siempre se puede modificar y alterar. De tal forma que un recuerdo del pasado se puede manipular para que la memoria narre una historia más conveniente para el grupo dominante, que tiene especial interés en manejar los códigos culturales para perpetuar o favorecer su posición. También puede surgir de un error o de una interpretación equivocada de ese pasado que se quiere reivindicar o rechazar. Este hecho hace que sea fundamental, por un lado, el conocimiento del contexto de la creación de los artefactos culturales del pasado; y, por otro, cómo esos artefactos han llegado a nosotros y qué lecturas se les ha dado a lo largo de la historia. Estas narraciones nos ayudarán a entender el significado que tuvieron y tienen, y cómo la sociedad –o una parte de ella– ve esos objetos y los identifica con una ideología concreta, por lo que son susceptibles de ser aceptados o demonizados como representación del pasado y que, por lo tanto, se deben mantener o superar.

Por otro lado, no soy ajeno a que, en gran medida, los monumentos que hoy día podemos ver –y muchos que no nos han llegado– son fruto de un momento histórico interesante: el siglo xix y la construcción del Estado liberal. Este usa estas manifestaciones –al igual que usará la pintura de gran formato– para construir un relato del pasado que explique y justifique su presente, dejando fuera del mismo a muchas minorías y a todo lo que no encaje en su modelo. Pero también hay que ver cómo la crisis de este modelo ha dado lugar a otro tipo de manifestaciones y a cómo la cultura occidental ha exportado el modelo a otros ámbitos geográficos para explicar situaciones, hegemonías o visiones de cada sociedad. Ante estas manifestaciones me pregunto si debería seguir siendo la cultura occidental, el Arte occidental, el rasero con el que medir todo este tipo de monumentos.

El Arte es reflejo de un momento concreto, y los valores que representa son los de la sociedad que ha encargado la obra. Pero, además, el objeto artístico tiene su propia vida, su propia trayectoria y una valoración cambiante por las sucesivas generaciones. Y es labor de los investigadores, estudiosos y docentes el transmitir y difundir esos conocimientos. Durante demasiado tiempo hemos sufrido la dictadura del gusto, que viene condicionando nuestra visión del Arte –sobre todo desde la Ilustración–. Es de una banalización terrible –creo que todos hemos caído alguna vez en ella– juzgar una obra desde ese parámetro. Es restarle valor, porque se trata de juzgar desde la subjetividad. Estamos tan sometidos a esta dictadura que la falta de este, es decir, el disgusto, es la única excusa necesaria para que se pueda iniciar un ataque destructor sobre los objetos artísticos, más si están en el espacio público.

Lo que en principio parece una tarea fácil, hablar de monumentos públicos y su posible destrucción, me ha llevado a elaborar una narración coherente y con perspectiva que no nos conduzca a la simplificación ni, por supuesto, al maniqueísmo que nos empuja a la polarización de la opinión pública. Solo con perspectiva y conocimiento, desde la contextualización, podremos valorar mejor esos artefactos del pasado y entender tanto su existencia como su función.

Cipriano García-Hidalgo Villena

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