Memento mori es una expresión latina que significa “recuerda que has de morir”. Con ella se aludía en el mundo occidental, desde antiguos tiempos, al carácter fugaz de la vida y al hecho de que, ante la inminente llegada de la parca, todos somos iguales. Esta reflexión moralizante se encarnó de manera especial en un género artístico conocido como vanitas, particularmente en boga en el siglo XVII. Buen ejemplo de ello lo ofrece este cuadro de Philippe de Champaigne, en el que la belleza efímera (simbolizada por el tulipán), sometida al inexorable paso del tiempo (el reloj de arena), se ve confrontada al doloroso y triste futuro que le espera (la calavera).
Ya sea en un lienzo o en un emblema, si vemos una calavera no auguramos nada bueno: el final de la vida, la descomposición, la putrefacción…; definitivamente, nada bueno. En pocas ocasiones encontraremos un símbolo tan universal, alegoría de la muerte, algo que todas las culturas asimilaron, hace siglos, de inmediato.
Los aztecas tenían muy arraigado este concepto. En el calendario tonalpohualli (compuesto por 20 nombres y 13 números) destacaba un glifo que representaba la muerte conocido como miquiztli. Se trata del sexto de los nombres de los días, y, como cabía suponer, haber nacido bajo este símbolo auguraba una vida corta.
Por supuesto, los aztecas no son los únicos que ven en los esqueletos un fiel reflejo de la defunción. Otro ejemplo se da en la negra Kali de los hindúes (la diosa de muerte que habita en los cementerios): sedienta de sangre y blandiendo sus armas, “La Negra” se representa con una lengua sobresaliente de la que gotea sangre, llevando una guirnalda de calaveras y un cinturón de cabezas cortadas.
Así podríamos continuar con infinidad de creencias, y en todas descubriríamos que un tema como la muerte, que a veces, en nuestros tiempos, parece que se ha convertido en tabú, se representa, sin disimulo alguno, de la forma más obvia: mediante esqueletos y oscuridad.