Concebimos los viajes cósmicos imaginarios como un tema popular de la ciencia ficción literaria y cinematográfica de los siglos XIX y XX, con el foco puesto por lo común en la tecnología. Pero existe una tradición larga y sostenida de hipótesis acerca de los paisajes y los habitantes de la Luna que se remonta miles de años atrás. Hay fragmentos de poesía órfica que datan del siglo V antes de nuestra era y que mencionan consideraciones de una Luna civilizada:
«Y él divisó otro mundo, inmenso, el que los inmortales llaman Selene y los habitantes de la Tierra, Mene, un mundo repleto de montañas, ciudades y edificios».
El filósofo griego Plutarco escribió en el siglo I un diálogo ficticio en el que nueve interlocutores, entre los que se cuentan matemáticos, filósofos y viajeros, discuten el aspecto y la estructura de la superficie lunar y la posibilidad de que albergue seres vivos. Sucede que el título de esa obra, «Sobre la cara visible de la Luna», introduce la «cara de la Luna» en la cultura escrita. Se trata de la primera imagen antropomorfa de la cara de la Luna en la literatura, aunque este texto incluye la interpretación de que las figuras que se ven en la Luna pueden deberse a una ilusión óptica. Plutarco nos regala algunas metáforas hermosas, como esa en la que describe la Luna como un «cuerpo de cristal», o «un espejo que refleja el gran océano».
En comparación, el otro texto significativo de la Antigüedad clásica dedicado a este objeto celeste es el viaje a la Luna totalmente fantástico que contó Luciano de Samósata. Es posible que esta obra del siglo II se escribiera como una respuesta satírica a los «autores de la Antigüedad». Constituye el primer relato detallado del que se tiene constancia sobre un viaje imaginario a la Luna y formaba parte de una colección de narraciones tituladas Historias verdaderas (Vera Historia) que vienen a ser justo lo contrario de la verdad. De hecho el autor se define a sí mismo en el prólogo como un mentiroso y después advierte en relación con sus historias que «los lectores no deberán, por consiguiente, darles el menor crédito». Como sucede con la mayor parte de la ciencia ficción lunar temprana, el autor describe una Luna habitada por una diversidad de seres extraños, algunos de ellos medio animales y medio vegetales, y detalla sus curiosos métodos de reproducción.
La invención del telescopio a comienzos del siglo XVII cambió sutilmente el modo en que los escritores imaginaban la superficie lunar, aunque no tornó menos fantásticas las teorías acerca de sus posibles moradores. El científico alemán Johannes Kepler brinda un caso curioso a este respecto. La astronomía lo interesó a lo largo de toda su vida, así como la astrología y las matemáticas, y publicó un buen número de trabajos científicos destacados. Pero también compuso una historia enigmática sobre un viaje a la Luna que combina la ciencia rigurosa con la fantasía más desenfrenada: su Sueño (Somnium). En el relato de Kepler se llega a la Luna con la ayuda de un diablo amistoso. A través de la ficción Kepler traza su concepción de la geografía lunar, con sus montañas y cráteres, que por entonces era sólo una teoría, y describe la visión del cosmos desde la perspectiva de la superficie de la Luna, en apoyo de la teoría copernicana. También plantea los riesgos del viaje espacial, incluyendo la radiación solar, las temperaturas gélidas y la falta de oxígeno. Otros muchos aspectos de esta obra de Kepler, escrita en 1608, sorprenden por su carácter anticipatorio.
Antes de la era de la aviación y de la exploración espacial, uno de los temas centrales de la ficción lunar consistía en el modo de viajar al espacio. Los viajeros de Luciano alcanzan la Luna por casualidad, con ayuda de un potente torbellino, mientras que Kepler recurrió a sus folclóricos demonios. En obras literarias anteriores a la era espacial no faltan bandadas de gansos que llevan a los protagonistas al espacio, cometas fabricadas por humanos que se atan al cuerpo del viajero o complejas máquinas voladoras, algunas de las cuales recuerdan a los globos de aire caliente que se inventaron a finales del siglo XVIII.
El autor alemán Rudolf Erich Raspe publicó en 1785 en lengua inglesa la obra Narración de los maravillosos viajes y campañas del barón Münchhausen en Rusia (Baron Münchhausen’s Narrative of his Marvellous Travels and Campaigns in Russia), un relato hiperbólico narrado en primera persona por un noble engreído, Münchhausen, que cuenta sus logros y peripecias, entre ellos un viaje sobre una bala de cañón, un recorrido bajo el agua y no sólo una, sino dos visitas a la Luna. En la primera la alcanza trepando por una planta de habichuelas turcas que se engancha a los cuernos de la Luna. Su segundo viaje lunar lo realiza en un barco que se eleva durante una tormenta tan fuerte que lo arrastra hasta su destino. La Luna se describe habitada por figuras humanoides con ojos y con cabezas separables del cuerpo, así como barrigas que se pliegan y sirven de bolso. Estos seres nunca mueren, sino que se deshacen en aire al envejecer. Esta obra hilarante pretendía ser una sátira social y tras su publicación en inglés se convirtió en un éxito internacional. Parece probable que la idea de la Luna plasmada en esta obra inspirara las descripciones del gran fraude lunar de 1835 (el diario The New York Sun publicó una serie de artículos que comunicaban el descubrimiento de vida en la Luna).
Una generación después del gran engaño lunar, el escritor francés Julio Verne escribió dos de los relatos de exploración lunar más conocidos de la historia: De la Tierra a la Luna (De la Terre à la Lune) en 1865, y su secuela de 1870 Alrededor de la Luna (Autour de la Lune). Verne envía a sus personajes a la Luna mediante un cañón muy potente, una premonición del cohete Saturn V que llevaría humanos a la Luna cien años después. Las novelas lunares de Verne han estado disponibles siempre en el mercado editorial y han sido objeto de incontables adaptaciones cinematográficas, habiendo servido de fuente de inspiración incluso para la película de Georges Méliès Viaje a la Luna (Voyage dans la Lune). La imagen de Méliès del cohete que aterriza en el ojo de la Luna, representada como un gran rostro antropomorfo, se ha convertido en una de las más conocidas de la Luna en la cultura popular. Verne también dejó huella en la música: Jacques Offenbach compuso en 1875 una ópera, El viaje a la Luna (Le voyage dans la Lune) inspirada en los relatos de Verne.
La película de Méliès fue sólo el principio de la ciencia ficción en la pantalla de plata. Una generación después, en 1929, Fritz Lang produjo una película que situaba a una mujer en el centro del viaje espacial: La mujer en la Luna (Frau im Mond). Constituye en esencia un melodrama ambientado en la Luna, con el cohete bautizado incluso con el nombre del ser amado, Friede. El diseño del cohete es tan realista que años después los nazis prohibieron la película porque les pareció demasiado similar al del cohete secreto V-2 que estaban desarrollando. El paisaje lunar en la película de Lang, por otra parte, sigue adoleciendo de una encantadora falta de realismo, demasiado abrupto y con muchas cordilleras puntiagudas, como se solía representar en la literatura y el cine hasta que se obtuvieron fotografías de cerca en las décadas de 1950 y 1960.
El otro gran nombre de la ciencia ficción moderna es el del autor británico H. G. Wells, que escribía y publicaba a comienzos del siglo XX, una época en la que surgió un interés renovado por la exploración del espacio. La era de los descubrimientos en la Tierra había tocado a su fin, el planeta estaba cartografiado casi por completo, así que ¿adónde ir después de la Tierra, si no al espacio? Wells presenció también el auge del trasporte motorizado, las rutas aéreas comerciales y nuevos medios de comunicación como el teléfono. Escritores, científicos, inventores y políticos dirigían la atención hacia mundos lejanos y empezaban a concebir máquinas poderosas capaces de llevarnos a la Luna.
Wells escribió numerosas narraciones sobre viajes en el espacio y en el tiempo, entre ellos uno centrado en Marte, La guerra de los mundos (The War of the Worlds, 1897), famoso por la adaptación radiofónica que hizo del mismo Orson Welles en 1938. Wells cuenta también con un relato sobre un viaje a la Luna, Los primeros hombres en la Luna (First Men on the Moon), publicado por entregas entre 1900 y 1901. Los protagonistas arriban a la Luna a bordo de una nave espacial impresionante construida con medios caseros, y cuando Wells trata aspectos como la ausencia de gravedad, la ingravidez o la falta de atmósfera, todo resulta intrigante por su aire plausible y científico. Wells no tuvo miramientos para poblar la Luna con seres curiosos y plantas. Eligió para sus nativos lunares, nada hospitalarios, el mismo nombre que les dio Méliès en su obra Le voyage dans la Lune, selenitas, en un guiño literario a la diosa lunar griega Selene.
Los medios para viajar a la Luna iban evolucionando y se acercaban cada vez más a la tecnología de cohetes que finalmente llevaría hombres a la Luna en el mundo real, pero aun así en la literatura infantil seguía gozando de popularidad el viaje lunar mágico por medio de alas, aves, vientos o máquinas voladoras. Theodor Storm escribió en 1849 un cuento breve para su hijo titulado El pelmacillo (Der kleine Häwelmann), en el que un niño pequeño se pasea por ahí dentro de su cuna, se escapa por la ventana de su dormitorio y acaba llegando a la Luna (representada por un hombre, porque que en lengua alemana la Luna tiene género masculino), en donde se pasea con impertinencia por su nariz. La Luna se enfada tanto que apaga su luz y arroja al niño al mar. En otro cuento fantástico, El viaje a la Luna de Periquillo (Peterchens Mondfahrt), escrito por Gerdt von Bassewitz en 1915, dos muchachos se van de paseo nocturno por la Vía Láctea y terminan en la Luna. Llegan hasta ella cabalgando a lomos de la Osa Mayor (Ursa Major), se catapultan a las cimas de los montes lunares con un «cañón lunar» y se enfrentan a la agresiva Luna encarnada por un hombre.
La Luna sigue siendo hasta el día de hoy un objeto de misterio y ficción muy apreciado en la literatura infantil, películas de animación, poesía y música, pero quizá no sea de extrañar que ya no aparezca en los relatos de ciencia ficción desde que se llegó a ella en 1969. Era irremediable que con ello perdiera parte de su misterio y que la imaginación humana se dirigiera hacia otros lugares más lejanos, como a Marte. Sin embargo, la Luna no ha perdido un ápice de su potencial como símbolo metafísico.
El texto de esta entrada es un fragmento de: “Luna. Arte, ciencia, cultura” de Alexandra Loske y Robert Massey publicado en Ediciones Akal